sábado, 11 de abril de 2009

FUERZA DE LEY - Jacques Derrida


FUERZA DE LEY
El fundamento místico de la autoridad
Jacques Derrida
Traducción de Adolfo Baberá y Patricio Peñalver Gómez, Madrid, Tecnos, 1997.
 
 
ADVERTENCIA
La primera parte de este texto, «Del derecho a la justicia», fue leída en la apertura de un coloquio organizado por Drucilla Comell en la Cardozo Law School en octubre de 1989 bajo el título Deconstruction and the Possibility of Justice, que reunió a filósofos, teóricos de la literatura y juristas (y en particular juristas del movimiento denominado en Estados Unidos Critical Legal Studies). La segunda parte del texto, «Nombre de pila de Benjamin», no fue pronunciada en dicho coloquio pero su texto fue distribuido entre los participantes.
En la primavera del año siguiente, el 26 de abril de 1990, la segunda parte de la misma conferencia fue leída en la apertura de otro coloquio organizado en la Universidad de California, en Los Angeles, por Saul Friedlander bajo el título Nazism and the «Final Solution»: Probing the Limits of Representation. Esta segunda parte fue precedida de una presentación y seguida de un post scriptum que unimos a la presente publicación. Esta incorpora algunos desarrollos y algunas notas a las ediciones anteriores y en lengua extranjera, en forma de artículo o de libro*.
 
 
DEL DERECHO A LA JUSTICIA[i]
 
Es para mí un deber, debo dirigirme[ii] a ustedes en inglés[iii].
Medito desde hace meses el título de este coloquio y el problema que debo, como dirían ustedes transitivamente en su lengua, to address[iv]. Aunque se me haya encomendado el gran honor de realizar la keynote address[v], no tengo nada que ver con la invención de este título o con la formulación implícita del problema. «La desconstrucción y la posibilidad de la justicia»: la conjunción «y» asocia palabras, conceptos, quizás cosas, que no pertenecen a la misma categoría. Dicha conjunción se atreve a desafiar el orden, la taxonomía, la lógica clasificatoria, de cualquier forma que opere: por analogía, distinción u oposición. Un orador malhumorado diría: no veo la relación, ninguna retórica podría someterse a un ejercicio parecido. Me gustaría intentar hablar de alguna de estas cosas o categorías («Desconstrucción», «posibilidad», «justicia»), e incluso de los sincategoremas («y», «la», «de»), pero en modo alguno en este orden, taxonomía o sintagma.
Dicho orador no sólo estaría malhumorado sino que obraría de mala fe. E incluso sería injusto. Puesto que se podría proponer fácilmente una interpretación justa, es decir, en este caso, adecuada y lúcida y, por tanto, más bien suspicaz, a propósito de las intenciones o del querer-decir del título. Este título sugiere una cuestión que adopta la forma de la sospecha: ¿acaso la desconstrucción asegura, permite, autoriza la posibilidad de la justicia? ¿Acaso posibilita la justicia o un discurso consecuente sobre las condiciones de posibilidad de la justicia? Sí, responderían algunos; no, respondería la otra parte. ¿Tienen los «desconstruccionistas» algo que decir sobre la justicia, tienen algo que ver con ella? ¿Por qué, en el fondo, hablan tan poco de ella? ¿Les interesa, en definitiva? ¿No es precisamente, como algunos sospechan, porque la desconstrucción no permite, en ella misma, ninguna acción justa, ningún discurso justo sobre la justicia, sino que constituye una amenaza contra el derecho y arruina la condición de posibilidad de la justicia? Sí, responderían algunos; no, respondería el adversario.
Ya desde este primer intercambio ficticio se anuncian los deslizamientos equívocos entre derecho y justicia. El sufrimiento de la desconstrucción, aquello por lo que ésta sufre o aquello por lo que sufren aquellos a los que ella hace sufrir, es quizás la ausencia de regla y de criterio seguro para distinguir de manera no equívoca entre el derecho y la justicia. Se trata entonces de esos conceptos (normativos o no) de norma, de regla o de criterio. Se trata de juzgar aquello que permite juzgar, aquello que autoriza el juicio.
He aquí la elección, el «o bien ... o bien», «sí o no», que uno puede sospechar en este título. En esta medida, este título sería virtualmente violento, polémico, inquisidor. Se puede temer en él un instrumento de tortura, una manera de interrogar que no sería la más justa. A partir de ahora es inútil precisar que no podré responder a preguntas planteadas de esa manera («o bien o bien», «sí o no»), que no podré, en todo caso, dar una respuesta tranquilizante a ninguna de las partes, a ninguna de las expectativas así formuladas o formalizadas.
Debo, por tanto, es un deber aquí, dirigirme a ustedes en inglés. «Debo» quiere decir varias cosas a la vez.
 
1. Debo hablar en inglés (¿cómo traducir este «debo», este deber? ¿I must? ¿I should, I ought to, I have to?) porque se me ha impuesto como una suerte de obligación o de condición, por medio de una especie de fuerza simbólica o de ley, en una situación que no controlo. Una especie de pólemos concierne ya a la apropiación de la lengua: si por lo menos quiero hacerme entender, hace falta que hable en su lengua, debo hacerlo, tengo que hacerlo.
 
2. Debo hablar en su lengua, porque lo que así diga será más justo o será juzgado más justo, y más justamente apreciado, es decir, justo, en el sentido, esta vez, de lo ajustado, de la adecuación entre lo que es y lo que es dicho o pensado, entre lo que se dice y lo que se comprende, entre lo que se piensa, se dice o se oye por la mayoría de aquellos que están aquí y que, manifiestamente, hacen la ley. «Hacer la ley» (making the law) es una expresión interesante sobre la que tendremos la ocasión de volver a hablar.
 
3. Debo hablar en una lengua que no es la mía porque es más justo, en otro sentido de la palabra «justo», en el sentido de la justicia, un sentido que diríamos -sin que por el momento nos paremos demasiado a pensarlo- jurídico-ético-político: es más justo hablar la lengua de la mayoría, sobre todo cuando ésta, por hospitalidad, da la palabra al extranjero. Nos referimos aquí a una ley de la que es difícil decir si es una ley del decoro, de la cortesía, del más fuerte o la ley equitable de la democracia. Y si depende de la justicia o del derecho. Y aun así, para que yo me someta y acepte esta ley, hace falta un cierto número de condiciones: por ejemplo, que yo responda a una invitación y manifieste mi deseo de hablar aquí, algo a lo que en apariencia nadie me ha obligado; además, hace falta que yo sea capaz, hasta cierto punto, de comprender el contrato y las condiciones de la ley, es decir de apropiarme, al menos de una forma mínima, su lengua, que desde ese momento (al menos en esa medida) deja de serme extranjera. Hace falta que ustedes y yo comprendamos aproximadamente de la misma forma la traducción de mi texto, texto que ha sido escrito primero en francés, y que por muy excelente que sea, no deja de ser, necesariamente, una traducción, es decir, un compromiso siempre posible, aunque siempre imperfecto, entre dos idiomas.
Esta cuestión de la lengua y del idioma se sitúa sin lugar a dudas en el centro de lo que yo me propondría discutir esta noche.
Hay en su lengua un cierto número de expresiones idiomáticas que me han parecido siempre muy valiosas por el hecho de no tener ningún equivalente estricto en francés. Antes incluso de comenzar, citaría al menos dos de éstas, dos expresiones que no son ajenas a lo que yo intentaría decir aquí esta tarde.
 
A. La primera es «to enforce the law», o incluso «enforceability of the law or of contract». Cuando, por ejemplo, se traduce en francés «to enforce the law» como «aplicar la ley», se pierde esta alusión directa, literal, a la fuerza que, desde el interior, viene a recordarnos que el derecho es siempre una fuerza autorizada, una fuerza que se justifica o que está justificada al aplicarse, incluso si esta justificación puede ser juzgada, desde otro lugar, como injusta o injustificable. No hay derecho sin fuerza, Kant lo recuerda con el más grande rigor. La aplicabilidad, la enforceability no es una posibilidad exterior o secundaria que vendría a añadirse, o no, suplementariamente, al derecho. Es la fuerza esencialmente implicada en el concepto mismo de la justicia como derecho, de la justicia en tanto que se convierte en derecho, de la ley en tanto que derecho.
Quiero insistir inmediatamente en reservar la posibilidad de una justicia, es decir de una ley que no sólo excede o contradice el derecho, sino que quizás no tiene ninguna relación con el derecho o que mantiene una relación tan extraña que lo mismo puede exigir el derecho como excluirlo.
La palabra «enforceability» nos remite, pues, a la letra. Nos recuerda literalmente que no hay derecho que no implique en él mismo, a priori, en la estructura analítica de su concepto, la posibilidad de ser «enforced», aplicado por la fuerza. Kant lo recuerda desde la Introducción a la doctrina del derecho (en el § E relativo al «derecho estricto», das stricte Recht[vi]). Hay ciertamente leyes que no se aplican, pero no hay ley sin aplicabilidad, y no hay aplicabilidad, o enforceability de la ley, sin fuerza, sea ésta directa o no, física o simbólica, exterior o interior, brutal o sutilmente discursiva –o incluso hermenéutica-, coercitiva o regulativa, etc.
¿Cómo distinguir entre, de una parte, esta fuerza de la ley, esta «fuerza de ley» como se dice tanto en francés como en inglés, creo, y de otra, la violencia que se juzga siempre injusta? ¿Qué diferencia existe entre, de una parte, la fuerza que puede ser justa, en todo caso legítima (no solamente el instrumento al servicio del derecho, sino el ejercicio y el cumplimiento mismos, la esencia del derecho) y, de otra parte, la violencia que se juzga siempre injusta? ¿Qué es una fuerza justa o una fuerza no violenta?
Para no abandonar la cuestión del idioma, me refiero aquí a una palabra alemana que nos ocupará dentro de un rato, a saber, la palabra «Gewalt». Tanto en francés como en inglés se traduce a menudo como «violencia». El texto de Benjamin del que hablaremos a continuación, y que se titula Zur Kritik der Gewalt, se traduce en francés como Pour une critique de la violence y en inglés como Critique of Violence. Pero estas dos traducciones, sin ser completamente injustas, esto es, completamente violentas, son interpretaciones muy activas que no hacen justicia al hecho de que Gewalt también significa para los alemanes poder legítimo, autoridad, fuerza pública. Gesetzgebende Gewalt es el poder legislativo, geistliche Gewalt, el poder espiritual de la Iglesia, Staatsgewalt, es la autoridad o el poder del Estado. Gewalt es a la vez, por tanto, la violencia y el poder legítimo, la autoridad justificada. ¿Cómo distinguir entre la fuerza de ley de un poder legítimo y la violencia pretendidamente originaria que debió instaurar esta autoridad y que no pudo, haber sido autorizada por una legitimidad anterior, si bien dicha violencia no es en ese momento inicial, ni legal ni ilegal o, como otros se apresurarían a decir, ni justa ni injusta? Las palabras «Walten» y «Gewalt» desempeñan un papel decisivo en ciertos textos de Heidegger, en donde no se pueden traducir simplemente ni como fuerza ni como violencia, en un contexto en el que, por otra parte, Heidegger se esfuerza en mostrar que, por ejemplo, para Heráclito, Díke, la justicia, el derecho, el proceso, el veredicto, la pena o el castigo, la venganza, etc., es originariamente Eris (conflicto, Streit, discordia, pólemos o Kampf), es decir, también adikía, la injusticia[vii].
Dado que este coloquio está consagrado a la desconstrucción y a la posibilidad de la justicia, recuerdo en primer lugar que en numerosos textos llamados «desconstructivos», y particularmente en algunos que he publicado, el recurso a la palabra «fuerza» es a la vez muy frecuente (me atrevería a decir decisivo en lugares estratégicos), aunque siempre acompañado de una reserva explícita, de una puesta en guardia. Frecuentemente he pedido que se esté atento -yo mismo me incluyo entre los destinatarios de esta petición- ante los riesgos que hace correr esta palabra: el riesgo de un concepto oscuro, sustancialista, oculto-místico; pero también el riesgo de una autorización dada a una fuerza violenta, injusta, sin regla, arbitraria. (No voy a citar los textos en cuestión ya que sería autocomplaciente amén de hacernos perder tiempo, aunque les pido que confíen en mí.) Una primera precaución contra los riesgos sustancialistas o irracionalistas que acabo de evocar alude precisamente al carácter diferencial de la fuerza. En los textos que acabo de evocar se trata siempre de la fuerza diferencial, de la diferencia como diferencia de fuerza, de la fuerza como diferenzia[viii] o fuerza de diferenzia (la diferenzia es una fuerza diferida-difiriente); se trata siempre de la relación entre la fuerza y la forma, entre la fuerza y la significación; se trata siempre de fuerza «performativa», fuerza ilocucionaria o perlocucionaria, de fuerza persuasiva y de retórica, de afirmación de la firma, pero también y sobre todo de todas las situaciones paradójicas en las que la mayor fuerza y la mayor debilidad se intercambian extrañamente. Y esto es toda la historia. Resta añadir que nunca me he sentido a gusto con la palabra «fuerza» incluso si a menudo la he juzgado indispensable, y por ello les agradezco que hoy me hayan forzado a intentar decir algo más sobre esta cuestión. Lo mismo podría decirse de la justicia. Hay sin duda bastantes razones por las cuales la mayoría de los textos apresuradamente identificados como «desconstruccionistas» parecen -e, insisto, parecen- no plantear el tema de la justicia como tema, justamente, en su centro, ni siquiera el tema de la ética o el de la política. Naturalmente esto no es más que una apariencia, si consideramos por ejemplo (y sólo citaré éstos) los numerosos textos consagrados a Levinas y a las relaciones entre «violencia y metafísica», a la filosofía del derecho, la de Hegel con toda su posteridad en Glas, donde es el motivo principal, o los textos consagrados a la pulsión de poder y a las paradojas del poder en Spéculer - sur Freud, a la ley en Devant la loi (sobre Vor dem Gesetz de Kafka) o en Déclarations d’indépendence, dans Admiration de Nelson Mandela ou les lois de la réflexion, así como en otros tantos textos. No es necesario recordar que los discursos sobre la doble afirmación, sobre el don más allá del intercambio y de la distribución, sobre lo indecidible, lo inconmensurable y lo incalculable, sobre la singularidad, la diferencia y la heterogeneidad, son también discursos al menos oblicuos sobre la justicia.
Por otra parte, era normal, previsible, deseable, que las investigaciones de estilo desconstructivo desembocaran en una problemática del derecho, de la ley y de la justicia. Este sería incluso su lugar más propio, si existiera algo así como lo propio. Un cuestionamiento desconstructivo que comienza, como fue el caso, por desestabilizar o complicar la oposición entre nómos y physis, entre thésis y physis, es decir, la oposición entre la ley, la convención, la institución, de una parte, y la naturaleza, de otra, junto con todas aquellas oposiciones que éstas condicionan, como por ejemplo, y no es más que un ejemplo, derecho positivo y derecho natural (la diferenzia es el desplazamiento de esta lógica oposicional); un cuestionamiento desconstructivo que comienza, como fue el caso, por desestabilizar, complicar o recordar las paradojas a propósito de valores como lo propio y la propiedad en todos sus registros, el valor de sujeto, y por tanto de sujeto responsable, de sujeto del derecho y de sujeto de la moral, de la persona jurídica o moral, de la intencionalidad, etc., y de todo lo que se sigue, un cuestionamiento desconstructivo como éste, digo, es un cuestionamiento sobre el derecho y sobre la justicia. Un cuestionamiento sobre los fundamentos del derecho, de la moral y de la política.
Este cuestionamiento sobre los fundamentos no es ni fundacionalista ni antifundacionalista. Incluso puede llegar, si se presenta el caso, a poner en cuestión o a exceder la posibilidad o la necesidad última del cuestionamiento (o del preguntar) mismo, de la forma interrogante del pensamiento, interrogando sin confianza ni prejuicio la historia misma de la pregunta y de su autoridad filosófica. Pues hay una autoridad -por tanto, una fuerza legítima- de la forma cuestionante o interrogativa, respecto de la que podemos preguntarnos de dónde extrae una fuerza tan importante en nuestra tradición.
Si, hipotéticamente, dicho cuestionamiento tuviera un lugar propio, lo que justamente no puede ser el caso, tal «cuestionamiento» (o «preguntar») o metacuestionamiento desconstructivo estaría más «en su casa» en las facultades de derecho -quizás también, como sucede en ocasiones, en los departamentos de teología o de arquitectura- que en los departamentos de filosofía o de literatura. Es por lo que aun sin conocerlos bien desde el interior -de lo que me siento culpable- y sin pretender estar familiarizado con ellos, considero que los desarrollos de los Critical Legal Studies o de trabajos como los de Stanley Fish, Barbara Herrstein-Smith, Drucilla Cornell, Samuel Weber y otros, que se sitúan en la articulación entre literatura, filosofía, derecho y los problemas político-institucionales, se encuentran hoy, desde el punto de vista de cierta desconstrucción, entre los más fecundos y los más necesarios. Me parece que responden a los programas más radicales de una desconstrucción que querría, para ser consecuente con ella misma, no quedarse encerrada en discursos puramente especulativos, teóricos y académicos sino, contrariamente a lo que sugiere Stanley Fish, tener consecuencias, cambiar cosas, intervenir de manera eficiente y responsable (aunque siempre mediatizada evidentemente), no sólo en la profesión sino en lo que llamamos la ciudad, la pólis, y más generalmente el mundo. No cambiarlos en el sentido sin duda un poco ingenuo de realizar una intervención calculada, deliberada y estratégicamente controlada, sino en el sentido de la intensificación máxima de una transformación en curso, a título no simplemente de síntoma o de causa; aquí necesitaríamos otras categorías. En una sociedad industrial e hipertecnologizada, el espacio académico es -menos que nunca- el recinto monádico o monástico que por otra parte nunca ha sido. Y esto es cierto en particular en relación con las facultades de derecho.
Me apresuro a añadir lo siguiente en tres puntos muy breves:
 
1. Esta conjunción o esta coyuntura es sin duda inevitable entre, de una parte, una desconstrucción de estilo más directamente filosófico o motivada por la teoría literaria, y la reflexión jurídico-literaria y los Critical Legal Studies, de otra parte.
 
2. Esta conjunción articulada no se ha desarrollado por casualidad de una manera tan interesante en este país. He ahí otro problema -urgente y apasionante- que debo dejar de lado por falta de tiempo. Hay sin duda razones profundas para que este desarrollo sea primero y ante todo norteamericano, razones complicadas, geopolíticas, y no solamente locales.
 
3. También es vital sobre todo -si, como parece, es urgente prestar atención a este desarrollo conjunto o concurrente, así como participar en él- no asimilar estos dos discursos, estilos, contextos discursivos ampliamente heterogéneos y desiguales. La palabra «desconstrucción» podría, en determinados casos, inducir o promover dicha confusión. Ella misma da lugar a suficientes malentendidos como para que no añadamos aún otros al asimilar, por ejemplo, entre ellos, todos los estilos de los Critical Legal Studies, o al hacer de ello ejemplos o prolongamientos de la deconstrucción. Por muy poco familiares que me sean, sé que los trabajos de los Critical Legal Studies tienen su historia, su contexto y su idioma propios, y que en relación con dicho cuestionamiento filosófico-desconstructivo son, en ocasiones, por decirlo rápidamente, desiguales, tímidos, aproximativos, esquemáticos por no decir atrasados, mientras que por su especialización y por la agudeza de su competencia técnica están, por el contrario, muy avanzados en relación con tal o cual estado de la desconstrucción en un campo más bien literario o filosófico. El respeto de las especificidades contextuales, académico-institucionales, discursivas, la desconfianza ante los analogismos, las transposiciones apresuradas, las homogeneizaciones confusas, me parecen el primer imperativo en la fase actual. Estoy seguro, y en todo caso espero, que este encuentro nos dejará tanto la memoria de las diferencias (y de las diferencias, en el sentido de las diferencias que oponen a dos contendientes), como la de de los cruces, coincidencias o consensos.
Sólo en apariencia la desconstrucción, en sus manifestaciones más conocidas bajo este nombre, no ha «abordado»[ix] el problema de la justicia. No es más que una apariencia, pero hay que dar cuenta de las apariencias, hay que «salvar las apariencias», según el sentido que daba Aristóteles a esta necesidad, y es a lo que me querría dedicar aquí: mostrar por qué y cómo, lo que se llama corrientemente la desconstrucción, no ha hecho otra cosa que abordar el problema de la justicia, sin que lo haya podido hacer directamente, sino de una manera oblicua. Oblicua como en este momento mismo en el que yo me dispongo a demostrar que no se puede hablar directamente de la justicia, tematizar u objetivar la justicia, decir «esto es justo» y mucho menos «yo soy justo», sin que se traicione inmediatamente la justicia, cuando no el derecho[x].
 
B. Pero no he comenzado todavía. Había creído que debía comenzar diciendo que debo dirigirme a ustedes en su lengua, e inmediatamente después había anunciado que yo siempre había considerado preciosas, por no decir irremplazables, al menos dos de sus expresiones idiomáticas. Una era «to enforce the law», que nos recuerda siempre que si la justicia no es necesariamente el derecho o la ley, aquélla no puede convertirse en justicia de derecho o en derecho si no tiene, o, mejor dicho, si no apela a la fuerza desde su primer instante, desde su primera palabra. En el principio de la justicia habrá habido lógos, lenguaje o lengua, lo que no estaría necesariamente en contradicción con otro incipit que dijera: «En el principio habrá habido fuerza.». Lo que hay que pensar es por tanto ese ejercicio de la fuerza en el lenguaje mismo, en lo más íntimo de su esencia, como en el movimiento por el que se desarmaría absolutamente a sí mismo.
Pascal lo dice en un fragmento al que regresaré quizás más tarde, una de sus pensées célebres y siempre más difíciles de lo que parecen. Comienza de la siguiente forma:
 
«Justicia, fuerza. -Es justo que lo que es justo sea seguido, es necesario que lo que es más fuerte sea seguido[xi].»
Ya el inicio de este fragmento es extraordinario, al menos en el rigor de su retórica. Dice que lo que es justo debe -y es justo- ser seguido: seguido de consecuencia, de efecto, aplicado, enforced; después añade que lo que es más fuerte también debe ser seguido: de consecuencia, de efecto, etc. Dicho de otra manera: el axioma común es que lo justo y lo más fuerte, lo más justo como lo más fuerte, debe seguirse. Pero este «deber seguirse» común a lo justo y a lo más fuerte, es «justo» en un caso, «necesario» en otro: «Es justo que lo que es justo sea seguido [dicho de otra manera: el concepto o la idea de lo justo, en el sentido de la justicia, implica analíticamente y a priori que lo justo sea «seguido», enforced, y es justo -también en el sentido del ajuste- pensar así], es necesario que lo que es más fuerte sea seguido (enforced).»
Y Pascal prosigue: «La justicia sin la fuerza es impotente [dicho de otra manera: la justicia no es la justicia, no se realiza, si no tiene la fuerza de ser enforced; una justicia impotente no es justicia en el sentido del derecho]; la fuerza sin la justicia es tiránica. La justicia sin fuerza es contradicha porque siempre hay malvados; la fuerza, sin la justicia, es acusada. Por tanto, hay que poner juntas la justicia y la fuerza; y ello para hacer que lo que es justo sea fuerte o lo que es fuerte sea justo[xii].»
Es difícil decidir o concluir si el «hay que» de esta conclusión («Por tanto, hay que poner juntas la justicia y la fuerza») es un «hay que» prescrito por lo que es justo en la justicia o por lo que es necesario en la fuerza. Titubeo que podemos considerar secundario. Y que flota sobre la superficie de un «hay que» más profundo, si se puede decir, ya que la justicia exige, en tanto que justicia, el recurso a la fuerza. La necesidad de la fuerza está por ello implicada en lo justo de la justicia.
Conocemos lo que sigue y cómo concluye esta proposición: «Así, no pudiendo hacer que lo que es justo sea fuerte, hacemos que lo que es fuerte sea justo»[xiii]. Estoy seguro de que el principio del análisis de esta pensée pascaliana o más bien de la interpretación (activa y todo salvo no-violenta) que yo propondría indirectamente a lo largo de esta conferencia chocaría con la tradición y con su contexto más evidente. Este contexto dominante y la interpretación convencional que parece ordenar tienden, en un sentido precisamente convencionalista, hacia una especie de escepticismo pesimista, relativista y empirista. Ésta es la razón que, por ejemplo, había empujado a Arnaud a suprimir estas pensées en la edición de Port Royal, alegando que Pascal las había escrito bajo la influencia de una lectura de Montaigne según la cual las leyes no son justas en sí mismas, sino que lo son por ser leyes. Es cierto que Montaigne había utilizado una expresión interesante que Pascal retoma para sí y que yo también querría reinterpretar y sustraer a su lectura más convencional. La expresión es «fundamento místico de la autoridad». Pascal cita a Montaigne sin nombrarlo al escribir:
 
«[ ...] uno dice que la esencia de la justicia es la autoridad del legislador; otro, la conveniencia del soberano; otro, la costumbre presente; y es esto lo más seguro: nada, siguiendo la sola razón, es justo por sí mismo; todo vacila con el tiempo. La costumbre realiza la equidad por el mero hecho de ser recibida; es el fundamento místico de su autoridad. Quien la devuelve a su principio, la aniquila[xiv].»
 
Montaigne hablaba en efecto -son sus palabras- de un «fundamento místico» de la autoridad de las leyes:
 
Ahora bien, las leyes mantienen su crédito no porque sean justas sino porque son leyes. Es el fundamento místico de su autoridad, no tienen otro [...]. El que las obedece porque son justas, no las obedece justamente por lo que debe obedecerlas[xv].
 
Visiblemente, Montaigne distingue aquí las leyes (es decir, el derecho) de la justicia. La justicia del derecho, la justicia como derecho, no es justicia. Las leyes no son justas en tanto que leyes. No se obedecen porque sean justas sino porque tienen autoridad. La palabra «crédito» soporta todo el peso de la proposición y justifica la alusión al carácter «místico» de la autoridad. La autoridad de las leyes sólo reposa sobre el crédito que se les da. Se cree en ellas, ése es su único fundamento. Este acto de fe no es un fundamento ontológico o racional. Y de todas formas todavía queda por pensar lo que quiere decir creer.
Poco a poco se irá aclarando (si ello es posible y si depende de un valor de claridad) lo que se entiende bajo la expresión «fundamento místico de la autoridad». Es cierto que Montaigne también había escrito algo que todavía debe ser interpretado más allá de la superficie simplemente convencional y convencionalista: «[ ...] nuestro derecho mismo tiene, se dice, ficciones legítimas sobre las que funda la verdad de su justicia»[xvi]. ¿Qué es una ficción legítima? ¿Qué quiere decir fundar la verdad de la justicia? He aquí ciertas cuestiones que nos aguardan. Es cierto que Montaigne proponía una analogía entre este suplemento de ficción legítima, es decir necesaria para fundar la verdad de la justicia, y el suplemento de artificio necesario debido a una deficiencia de la naturaleza, como si la ausencia de derecho natural exigiera el suplemento de derecho histórico o positivo, es decir, un suplemento de ficción, de la misma forma que (y es ésta la analogía propuesta por Montaigne) «las mujeres emplean dientes de marfil ahí donde los suyos naturales faltan, y, en lugar de su color se fabrican otro a partir de cualquier materia extraña [...] se embellecen de una belleza falsa y prestada: así hace la ciencia (e incluso nuestro derecho tiene -se dice- ficciones legítimas sobre las que basa la verdad de su justicia)»[xvii].
 
La pensée de Pascal que «pone juntas» la justicia y la fuerza, y hace de la fuerza una especie de predicado esencial de la justicia -expresión bajo la cual Montaigne entiende el derecho más bien que la justicia-, va quizás más allá de un relativismo convencionalista o utilitarista, más allá de un nihilismo, antiguo o moderno, que haría de la ley un «poder enmascarado», más allá de la moral cínica de El lobo y el cordero de La Fontaine con arreglo a la cual «La razón del más fuerte es siempre la mejor» (Might makes right).
La crítica pascaliana, en su principio, remite al pecado original y a la corrupción de las leyes naturales por una razón corrompida: «Hay sin duda leyes naturales; pero esta bella razón corrompida lo ha corrompido todo»[xviii]. Y en otro lugar: «Nuestra justicia [se aniquila] ante la justicia divina»[xix].
(Estas pensées nos preparan para la lectura de Benjamin.)
Pero si aislamos el resorte funcional de la crítica pascaliana, si disociamos este sencillo análisis de la presuposición de su pesimismo cristiano, lo que no es imposible, podemos hallar en él -como, por otra parte, en Montaigne- las premisas de una filosofía crítica moderna, es decir, de una crítica de la ideología jurídica, una desedimentación de las superestructuras del derecho que esconden y reflejan a la vez los intereses económicos y políticos de las fuerzas dominantes de la sociedad. Esto sería siempre posible y a veces útil.
Pero más allá de su principio y de su resorte, esta pensée pascaliana se refiere quizás a una estructura más intrínseca. Una crítica de la ideología jurídica nunca debería olvidarla. El surgimiento mismo de la justicia y del derecho, el momento instituyente, fundador y justificador del derecho implica una fuerza realizativa, es decir, implica siempre una fuerza interpretativa y una llamada a la creencia: esta vez no en el sentido de que el derecho estaría al servicio de la fuerza, como un instrumento dócil, servil y por tanto exterior del poder dominante, sino en el sentido de que el derecho tendría una relación más interna y compleja con lo que se llama fuerza, poder o violencia. La justicia -en el sentido del derecho (right or law)- no estaría simplemente al servicio de una fuerza o de un poder social, por ejemplo económico, político o ideológico que existiría fuera de ella o antes que ella y al que debería someterse o con el que debería ponerse de acuerdo según la utilidad. Su momento mismo de fundación o de institución nunca es por otra parte un momento inscrito en el tejido homogéneo de una historia, puesto que lo que hace es rasgarlo con una decisión. Ahora bien, la operación que consiste en fundar, inaugurar, justificar el derecho, hacer la ley, consistiría en un golpe de fuerza, en una violencia realizativa[xx] y por tanto interpretativa, que no es justa o injusta en sí misma, y que ninguna justicia ni ningún derecho previo y anteriormente fundador, ninguna fundación preexistente, podría garantizar, contradecir o invalidar por definición. Ningún discurso justificador puede ni debe asegurar el papel de metalenguaje con relación a lo realizativo[xxi] del lenguaje instituyente o a su interpretación dominante.
El discurso encuentra ahí su límite: en sí mismo, en su poder realizativo[xxii] mismo. Es lo que aquí propongo denominar (desplazando un poco y generalizando la estructura) lo místico. Hay un silencio encerrado en la estructura violenta del acto fundador. Encerrado, emparedado, porque este silencio no es exterior al lenguaje. He ahí el sentido en el que yo me atrevería a interpretar, más allá del simple comentario, lo que Montaigne y Pascal llaman el fundamento místico de la autoridad. Siempre se podrá volver sobre lo que yo hago o digo aquí, lo que digo que se hace en el origen de toda institución. Tomaría por ello el uso de la palabra «místico» en un sentido que me atrevería a denominar más bien wittgensteiniano. Estos textos de Montaigne y de Pascal, así como la tradición a la que pertenecen y la interpretación un tanto activa que yo propongo, podrían ser traídos a colación a propósito de la discusión de Stanley Fish en Force (en Doing What Comes Naturally[xxiii]) acerca de «the Concept of Law» de Hart, y de algunos otros (incluyendo implícitamente a Rawls, criticado por Hart), así como en relación con los debates iluminados por ciertos textos de Sam Weber en torno al caráctér agonístico y no simplemente intrainstitucional o monoinstitucional de ciertos conflictos en Institution and Interpretation[xxiv].
Dado que en definitiva el origen de la autoridad, la fundación o el fundamento, la posición de la ley, sólo pueden, por definición, apoyarse en ellos mis­mos, éstos constituyen en sí mismos una violencia sin fundamento. Lo que no quiere decir que sean injustos en sí, en el sentido de «ilegales» o «ilegí­timos». No son ni legales ni ilegales en su momento fundador, excediendo la oposición entre lo fundado y lo no fundado, entre todo fundacionalismo o anti­fundacionalismo. Incluso si el éxito de los realizativos fundantes de un derecho (por ejemplo -y esto es más que un ejemplo-, el éxito de un Estado como garante de un derecho) supone condiciones y convenciones previas (por ejemplo, en el espacio nacional o internacional), el mismo límite «místico» resurgirá en el supuesto origen de dichas condiciones, reglas o convenciones, y de su interpelación dominante.
En la estructura que describo de esta manera, el derecho es esencialmente desconstruible, ya sea porque está fundado, construido sobre capas textuales interpretables y transformables (y esto es la historia del derecho, la posible y necesaria transformación, o en ocasiones la mejora del derecho), ya sea porque su último fundamento por definición no está fundado. Que el derecho sea desconstruible no es una des­gracia. Podemos incluso ver ahí la oportunidad polí­tica de todo progreso histórico. Pero la paradoja que me gustaría someter a discusión es la siguiente: es esta estructura desconstruible del derecho o, si ustedes prefieren, de la justicia como derecho, la que también asegura la posibilidad de la desconstrucción. La justicia en sí misma, si algo así existe fuera o más allá del derecho, no es desconstruible. Como no lo es la desconstrucción, si algo así existe. La desconstrucción es la justicia. Tal vez debido a que el derecho (que yo intentaría por tanto distinguir normalmente de la justicia) es construible en un sentido que desborda la oposición entre convención y naturaleza (o quizás en cuanto que desborda esa oposición), el derecho es construible, y por tanto desconstruible, y, más aún, hace posible la descons­trucción, o al menos el ejercicio de una desconstrucción que en el fondo siempre formula cuestiones de derecho, y a propósito del derecho. De ahí las tres proposiciones siguientes:
l. La desconstructibilidad del derecho (por ejemplo) hace la desconstrucción posible.
2. La indesconstructibilidad de la justicia hace también posible la desconstrucción, por no decir que se confunde con ella.
3. Consecuencia: la desconstrucción tiene lugar en el intervalo que separa la indesconstructibilidad de la justicia y la desconstructibilidad del derecho. La desconstrucción es posible como una experiencia de lo imposible, ahí donde hay justicia, incluso si ésta no existe o no está presente o no lo está todavía o nunca. Ahí donde se puede reemplazar, traducir, determinar la X de la justicia, se debería decir: la desconstrucción es posible, como imposible, en la medida en que (ahí donde) hay X (indesconstructible); por tanto, en la medida en que (ahí donde) hay (lo indesconstructible).
Dicho de otra forma, la hipótesis y las proposiciones hacia las que me dirijo tanteando, apelarían más bien al siguiente subtítulo: la justicia como posibilidad de la desconstrucción; la estructura del derecho o de la ley, de la fundación o de la autoautorización del derecho como posibilidad del ejercicio de la desconstrucción. Estoy seguro de que esto no ha quedado claro. Espero, sin estar seguro de ello, que quedará un poco más claro dentro de un momento.
He dicho que todavía no había comenzado. Quizás no comience nunca y quizás el coloquio se quede sin keynote. Sin embargo, ya he comenzado.
Me autorizo -¿con qué derecho?- a multiplicar los protocolos y los rodeos. Había comenzado diciendo que estaba enamorado de al menos dos expresiones idiomáticas suyas. Una era «enforceability», la otra el uso transitivo del verbo «to address». En francés, nos dirigimos a alguien, se dirige una carta o un discurso -uso también transitivo- sin que se esté seguro de que lleguen a destino, pero no se dirige un problema. Y todavía menos se dirige alguien. Esta tarde me he comprometido contractualmente a «abordar» en inglés un problema[xxv], es decir, a ir derecho hacia el mismo e ir derecho hacia ustedes, temáticamente y sin rodeos, dirigiéndome a ustedes en su lengua. Entre el derecho, la rectitud de la dirección[xxvi], la dirección[xxvii] y la rectitud, habría que encontrar la comunicación de una línea directa y habría que encontrarse en la buena dirección. ¿Por qué la desconstrucción tiene la reputación, justificada o no, de tratar las cosas oblicuamente, indirectamente, en estilo indirecto, con tantas comillas, preguntando siempre si las cosas llegan a la dirección indicada? ¿Es merecida esta reputación? Y, merecida o no, ¿cómo explicarla?
En el hecho de que yo hable la lengua del otro, rompiendo con la mía, en el hecho de que me dirija al otro tenemos ya una singular mezcla de fuerza, justicia y ajuste. Y debo, es un deber, «abordar»[xxviii] en inglés, como dicen ustedes en su lengua, los problemas infinitos, infinitos en su número, infinitos en su historia, infinitos en su estructura, que recubre el título Deconstruction and the Possibility of Justice. Pero sabemos ya que esos problemas no son infinitos porque sean infinitamente numerosos ni porque estén infinitamente arraigados en el infinito de memorias y de culturas (religiosas, filosóficas, jurídicas, etc.) que nunca dominaremos. Son infinitos, si se puede decir, en ellos mismos, porque exigen la experiencia misma de la aporía, la cual no es ajena a lo que acabo de denominar lo místico.
Al decir que incluso exigen la experiencia de la aporía, podemos entender dos cosas ya bastante complicadas.
1. Una experiencia, como su nombre indica, es una travesía, pasa a través y viaja hacia un destino para el que aquella encuentra el pasaje. La experiencia encuentra su pasaje, es posible. Ahora bien, en este sentido, no puede haber experiencia plena de la aporía, es decir, experiencia de aquello que no permite el pasaje. Aporía es un no-camino. La justicia sería, desde este punto de vista, la experiencia de aquello de lo que no se puede tener experiencia. A continuación vamos a encontrar más de una aporía, sin que podamos atravesarlas.
2. Pero creo que no hay justicia sin esta experiencia de la aporía, por muy imposible que sea. La justicia es una experiencia de lo imposible. Una voluntad, un deseo, una exigencia de justicia cuya estructura no fuera una experiencia de la aporía, no tendría ninguna posibilidad de ser lo que es, a saber una justa apelación a la justicia. Cada vez que las cosas suceden, o suceden como deben, cada vez que aplicamos tranquilamente una buena regla a un caso particular, a un ejemplo correctamente subsumido, según un juicio determinante, el derecho obtiene quizás -y en ocasiones- su ganancia, pero podemos estar seguros de que la justicia no obtiene la suya. El derecho no es la justicia. El derecho es el elemento del cálculo, y es justo que haya derecho; la justicia es incalculable, exige que se calcule con lo incalculable; y las experiencias aporéticas son experencias tan improbables como necesarias de la justicia, es decir, momentos en que la decisión entre lo justo y lo injusto no está jamás asegurada por una regla.
Debo por tanto dirigirme a ustedes y «abordar»[xxix] problemas, debo hacerlo brevemente y en una lengua extranjera. Para hacerlo brevemente debería hacerlo tan directamente como me fuera posible, yendo derecho, sin desvío, sin coartada histórica, sin movimiento oblicuo, por una parte hacia ustedes, los primeros presuntos destinatarios de este discurso, pero por otra parte, al mismo tiempo, hacia el lugar de decisión esencial de dichos problemas. La dirección para un envío[xxx], la dirección, la rectitud, dicen algo del derecho; y lo que no hay que olvidar cuando se quiere la justicia, cuando se quiere ser justo, es la rectitud de la dirección[xxxi]. No hay que carecer de dirección[xxxii], pero sobre todo no hay que equivocarse de dirección. Ahora bien, la dirección resulta siempre singular. Una dirección es siempre singular, idiomática, y la justicia, como derecho, parece suponer siempre la generalidad de una regla, de una norma o de un imperativo universal ¿Cómo conciliar el acto de justicia que se refiere siempre a una singularidad, a individuos, a grupos, a existencias irremplazables, al otro o a mí como el otro, en una situación única, con la regla, la norma, el valor o el imperativo de justicia que tienen necesariamente una forma general, incluso si esta generalidad prescribe una aplicación singular? Si me contentara con aplicar una regla justa sin espíritu de justicia y sin inventar cada vez, de alguna manera, la regla y el ejemplo, estaría quizás al amparo de la crítica, bajo la protección del derecho, actuaría conforme al derecho objetivo, pero no sería justo. Actuaría, diría Kant, conforme al deber, pero no por deber o por respeto a la ley. ¿Es posible decir que una acción no es sólo legal sino también justa, que una persona no sólo está en su derecho sino que también es de justicia que así sea, que algo es justo, que una decisión es justa? ¿Es posible decir: sé que soy justo? Querría mostrar que sólo se puede responder afirmativamente acudiendo al expediente de la buena conciencia o de la mistificación. Pero permítanme todavía otro rodeo.
Parece ser que dirigirse al otro en la lengua del otro es la condición de toda justicia posible, pero esto parece no sólo rigurosamente imposible (por cuanto sólo puedo hablar la lengua del otro en la medida en que me la apropio y asimilo según la ley de un tercero implícito) sino incluso excluido por la justicia como derecho en tanto que éste parece implicar un elemento de universalidad, esto es el recurso a un tercero que suspende la unilateralidad o la singularidad de los idiomas.
El hecho de dirigirme a alguien en inglés siempre constituye para mí una prueba. Imagino que también lo es para mí destinatario y para ustedes. Más que explicarles por qué, y perder el tiempo haciéndolo, comienzo in media res, con algunas observaciones que unen, en mi opinión, la gravedad angustiante de este problema de lengua a la cuestión de la justicia, de la posibilidad de la justicia.
Por un lado, y por razones fundamentales, nos parece justo «hacer justicia», como se dice en francés[xxxiii], en un idioma dado, en una lengua en la que todos los «sujetos» concernidos se consideran competentes, es decir, capaces de comprender e interpretar; todos los «sujetos»; es decir, los que establecen las leyes, los que juzgan y los que son juzgados, los testigos en sentido amplio y en sentido estricto, todos aquellos que son garantes del ejercicio de la justicia, o más bien del derecho.
Es injusto juzgar a alguien que no comprende sus derechos ni la lengua en la que la ley está inscrita o en la que la sentencia es pronunciada, etc. Podríamos multiplicar los ejemplos dramáticos de situaciones de violencia en las que se juzga en un idioma que la persona o el grupo de personas juzgadas no comprenden, a veces no muy bien y en ocasiones en absoluto. Y, por muy ligera o sutil que sea la diferencia de competencia en el dominio del idioma, la violencia de una injusticia comienza cuando todos los miembros de una comunidad no comparten completamente el mismo idioma. Como en todo rigor esta situación ideal no es posible, se puede extraer desde ahora alguna consecuencia sobre lo que el título de nuestra conferencia llama «la posibilidad de la justicia». La violencia de esta injusticia que consiste en juzgar a los que no comprenden el idioma en el que se pretende, como se dice en francés, que «se haga justicia»[xxxiv], no es una violencia cualquiera, no es una injusticia cualquiera. Esta injusticia supone que el otro, por así decir la víctima de la injusticia de la lengua, la que suponen todas las otras, sea capaz de una lengua en general, sea un hombre en tanto que animal hablante, y en el sentido que nosotros, los hombres, damos a la palabra lenguaje. Por otra parte, hubo un tiempo, que no es lejano ni ha llegado a su fin, en que «nosotros los hombres «quería decir» nosotros los europeos adultos varones blancos carnívoros y capaces de sacrificios».
En el espacio en el que sitúo estos comentarios o reconstituyo este discurso no se hablará de violencia o de injusticia hacia un animal, y menos aún hacia un vegetal o una piedra. Se puede hacer sufrir a un animal, pero no se dirá jamás, en sentido propio, que es un sujeto lesionado, víctima de un crimen, de un asesinato, de una violación o de un robo; y esto también es cierto a fortiori, se piensa, con respecto a lo que llamamos vegetal o mineral o especies intermedias, como por ejemplo la esponja. Ha habido y todavía hay en la especie humana «sujetos» no reconocidos como tales y que reciben tratamiento de animal (es toda la historia inacabada a la que me refería hace un momento). Lo que se llama confusamente animal, es decir el viviente en cuanto tal, sin más, no es un sujeto de la ley o del derecho. La oposición entre lo justo y lo injusto no tiene sentido con respecto a aquél. Ya se trate de procesos a animales (los ha habido) o de procedimientos contra los que infligen ciertos sufrimientos a los animales (ciertas legislaciones occidentales lo prevén y hablan no sólo de derechos del hombre sino del derecho de los animales, en general), pensamos que se trata o bien de arcaísmos o bien de fenómenos todavía marginales y raros, no constitutivos de nuestra cultura. En nuestra cultura, el sacrificio carnívoro es fundamental, dominante, regulado sobre la base de la más alta tecnología industrial, de la misma forma que la experimentación biológica sobre el animal, tan vital para nuestra modernidad. Como ya he tratado de mostrar en otro lugar[xxxv], el sacrificio carnívoro es esencial para la estructura de la subjetividad, es decir, también para el fundamento del sujeto intencional y, si no de la ley, sí al menos del derecho, quedando aquí la diferencia entre ley y derecho, justicia y derecho, justicia y ley, abierta sobre un abismo. No abordo de momento la afinidad existente entre el sacrificio carnívoro, que está en la base de nuestra cultura y de nuestro derecho, y todos los cambalismos, simbólicos o no, que estructuran la intersubjetividad en la lactancia, el amor, el duelo y en toda apropiación simbólica o lingüística.
Si queremos hablar de injusticia, de violencia o de falta de respeto hacia lo que todavía llamamos de manera confusa el animal -nunca esta cuestión había sido tan actual, (e incluyo en la misma, a título de la desconstrucción, todo un conjunto de cuestiones sobre el carno-falogocentrismo)-, hay que reconsiderar la totalidad de la axiomática metafísico-antropocéntrica que domina en Occidente el pensamiento de lo justo y de lo injusto.
Entrevemos ya, desde este primer paso, una primera consecuencia: desconstruir las particiones que instituyen el sujeto humano (preferente y paradigmáticamente el varón adulto más que la mujer, el niño o el animal) como medida de lo justo y lo injusto, no conduce necesariamente a la injusticia, ni a la supresión de una oposición entre lo justo y lo injusto, sino quizás, y en nombre de una exigencia más insaciable de justicia, a la reinterpretación de todo el aparato de límites dentro de los cuales una historia y una cultura han podido confinar su criteriología. En la hipótesis que de momento no hago más que sugerir superficialmente, lo que llamamos corrientemente desconstrucción no correspondería (con arreglo a una confusión que algunos tienen interés en propagar) a una abdicación prácticamente nihilista ante la cuestión ético-político-jurídica de la justicia, y ante la oposición de lo justo y de lo injusto, sino a un doble movimiento que yo esquematizaría de la siguiente manera:
1. El sentido de una responsabilidad sin límite, y por tanto necesariamente excesiva, incalculable, ante la memoria; de ahí la tarea de recordar la historia, el origen y el sentido y, por tanto, los límites de los conceptos de justicia, ley y derecho, de los valores, normas, prescripciones que se han impuesto y han sedimentado, quedando desde entonces más o menos legibles o presupuestos. En cuanto a lo que nos ha sido legado en más de una lengua bajo el nombre de justicia, la tarea de una memoria histórica e interpretativa está en el centro de la desconstrucción. No es sólo una tarea filológico-etimologica o una tarea de historiador, sino como responsabilidad ante una herencia que es al mismo tiempo la herencia de un imperativo o de un haz de mandatos. La desconstrucción está dada en prenda, está comprometida[xxxvi] con esta exigencia de justicia infinita que puede tomar el aspecto de esta «mística» de la que hablaba hace un momento. Hay que ser justo con la justicia, y la primera justicia que debe ser hecha a la justicia es la de escuchar, intentar comprender de dónde viene, qué es lo que quiere de nosotros, sabiendo que ella lo hace a través de idiomas singulares (Díke, Jus, justitia, justice, Gerechtigkeit, por limitarnos a idiomas europeos que sería también necesario delimitar a través o a partir de otros; volveremos a esto más tarde). Hay que saber también que esta justicia se dirige siempre a singularidades, a la singularidad del otro, a pesar o precisamente a causa de su pretensión de universalidad. En consecuencia, el hecho de no ceder nunca sobre este punto, de mantener siempre sin respiro un cuestionamiento sobre el origen, fundamento y límites de nuestro aparato conceptual, teórico o normativo en torno a la justicia, constituye desde el punto de vista de una desconstruccion rigurosa todo salvo una neutralización del interés por la justicia, todo salvo una insensibilidad hacia la justicia. Se trata, por el contrario, de una sobrepuja hiperbólica en la exigencia de justicia, una sensibilidad hacia una especie de desproporción esencial que debe inscribir el exceso y la inadecuación en ella. Esto lleva a denunciar no sólo límites teóricos sino también injusticias concretas, con los efectos más evidentes, de la buena conciencia que se detiene dogmáticamente ante una u otra determinación heredada de la justicia.
2. Esta responsabilidad ante la memoria es una responsabilidad ante el concepto mismo de responsabilidad que regula la justicia y lo ajustado de nuestros comportamientos, de nuestras decisiones teóricas, prácticas, ético-políticas. Este concepto de responsabilidad es inseparable de toda una red de conceptos conexos (propiedad, intencionalidad, voluntad, libertad, conciencia, conciencia de sí, sujeto, yo, persona, comunidad, decisión, etc.). Toda desconstrucción de esta red de conceptos en su estado dado o dominante podría parecer una irresponsabilización en el momento mismo en que, por el contrario, es a un incremento de responsabilidad a lo que la desconstrucción apela. Pero en el momento en que el crédito de un axioma es suspendido por la desconstrucción, en ese momento estructuralmente necesario, siempre se puede creer que no hay lugar para la justicia; ni para la justicia misma ni para el interés teórico que se dirige a los problemas de la justicia. Es éste un momento de suspensión, ese tiempo de la epokhé sin el cual no habría desconstrucción posible. No es un simple momento: su posibilidad debe permanecer estructuralmente presente en el ejercicio de toda responsabilidad en la medida en que esta última no se abandone a un sueño dogmático y no reniegue de ella misma. Por ello, ese momento se desborda a sí mismo. Y se hace todavía más angustiante. Pero ¿quién pretende ser justo ahorrándose la angustia? Ese momento de suspense angustiante abre también el intervalo o el espaciamiento en el que las transformaciones y hasta las revoluciones jurídico-políticas tienen lugar. Sólo puede estar motivado, sólo puede encontrar su movimiento y su impulso (un impulso que no puede ser suspendido) en la exigencia de un incremento o de un suplemento de justicia y, por tanto, en la experiencia de una inadecuación o de una incalculable desproporción. Ya que, en definitiva, ¿dónde podría encontrar la desconstrucción su fuerza, su movimiento o su motivación sino en esa apelación siempre insatisfecha, más allá de las determinaciones dadas y de lo que llamamos en determinados contextos la justicia, la posibilidad de la justicia?
De cualquier forma, esta desproporción todavía debe ser interpretada. Si decía antes que no conozco nada más justo que eso que llamo hoy desconstrucción (nada más justo, no más legal o más legítimo), sé que no dejaré de sorprender o indignar; y no sólo a los adversarios decididos de la llamada desconstrucción o de lo que imaginan bajo dicho nombre, sino también a los que pasan por ser sus partidarios o practicantes. Por tanto, no lo diré, al menos directamente y sin la precaución de algunos rodeos.
Como ustedes saben, en numerosos países, en el pasado y todavía hoy, una de las violencias fundamentales de la ley o de la imposición del derecho estatal fue la imposición de una lengua a las minorías nacionales o étnicas reagrupadas por el estado. Éste fue el caso en Francia, al menos en dos ocasiones, primero, cuando el decreto de Villers-Cotteret consolidó la unidad del Estado monárquico imponiendo el francés como lengua jurídico-administrativa y prohibiendo que el latín -lengua del derecho o de la Iglesia- permitiera a todos los habitantes del reino ser representados en una lengua común por su abogado intérprete y sin que les fuera impuesta esa lengua particular que era todavía el francés. Es cierto que el latín ya era portador de una violencia. El paso del latín al francés sólo marcó la transición de una violencia a otra. El segundo gran momento en la imposición fue la Revolución francesa, cuando la unificación lingüística adquirió los tintes pedagógicos más represivos, en todo caso los más autoritarios. No voy a comenzar la historia de estos ejemplos. Podríamos encontrarlos también en los Estados Unidos, ayer y hoy. El problema lingüístico es y será por mucho tiempo agudo, precisamente en este lugar en el que las cuestiones de la política, la educación y el derecho son inseparables.
Y ahora, sin rodeo alguno por la memoria histórica, vayamos todo derecho hacia el enunciado formal, abstracto, de algunas aporías, aquellas en las cuales encuentra la desconstrucción su lugar, o mejor dicho su inestabilidad privilegiada, entre el derecho y la justicia. En general, la desconstrucción se practica con arreglo a dos estilos injertados uno en el otro por aquélla. Uno tiene el aire demostrativo y aparentemente no-histórico de las paradojas lógico-formales. El otro, más histórico o anamnésico, parece proceder mediante lecturas de textos, interpretaciones minuciosas y genealogías. Permítanme entregarme sucesivamente a ambos ejercicios.
Primero enuncio secamente, directamente, abordo[xxxvii], las aporías siguientes. En realidad se trata de un solo potencial aporético que se distribuye hasta el infinito. No tomaré más que algunos ejemplos que supondrán -aquí-, explicitarán o producirán -allá-, una distinción entre la justicia y el derecho, una distinción difícil e inestable entre de un lado la justicia (infinita, incalculable, rebelde a la regla, extraña a la simetría, heterogénea y heterótropa), y de otro, el ejercicio de la justicia como derecho, legitimidad o legalidad, dispositivo estabilizante, estatutorio y calculable, sistema de prescripciones reguladas y codificadas. Estaría hasta cierto punto tentado por la idea de aproximar el concepto de justicia, que tiendo aquí a distinguir del derecho, de Levinas. Lo haría justamente a causa de esta infinidad, así como a causa de la relación heterónoma con el otro, con el otro rostro del otro que me ordena, del otro cuya infinidad no puedo tematizar y de quien soy rehén. En Totalité et Infini[xxxviii], Levinas escribe: «[ ...] la relación con otro, es decir, la justicia», justicia que define en otra parte como «derechura de la acogida hecha al rostro»[xxxix]. La derechura no se reduce por supuesto al derecho o a lo recto, ni a las «señas» o «domicilio»[xl] ni a la «dirección» de la que hablábamos hace un momento, aun cuando no se pueda decir que no exista una relación entre ambas, la relación común que guardan con una cierta rectitud.
Levinas habla de un derecho infinito: en eso que él denomina el «humanismo judío» cuya base no es «el concepto de hombre» sino el «otro»; «la extensión del derecho del otro» es la de «un derecho prácticamente infinito»[xli]. La equidad, aquí, no es la igualdad, la proporcionalidad calculada, la distribución equitable o la justicia distributiva, sino la disimetría absoluta. Y la noción levinasiana de la justicia se acercaría más bien al equivalente hebreo de lo que nosotros traduciríamos quizás como santidad. Pero dado que yo plantearía otras cuestiones sobre este discurso difícil de Levinas, no puedo contentarme con tomar en préstamo un trazo conceptual sin correr el riesgo de la confusión o de la analogía. Por tanto, no me aventuraré en esa dirección.
Todo sería todavía simple si esta distinción entre justicia y derecho fuera una verdadera distinción, una oposición cuyo funcionamiento esté lógicamente regulado y sea dominable. Pero sucede que el derecho pretende ejercerse en nombre de la justicia y que la justicia exige instalarse en un derecho que exige ser puesto en práctica[xlii] (constituido y aplicado) por la fuerza («enforced»). La desconstruccion se encuentra y se desplaza siempre entre el uno y la otra.
He aquí algunos ejemplos de aporías.
 
1. Primera aporía: la epokhé de la regla
 
Nuestro axioma más común es que para ser justo -o injusto, para ejercer la justicia, o para violarla-, debo ser libre y responsable de mi acción, de mi comportamiento, de mi pensamiento, de mi decisión. De un ser que carece de libertad, o al menos que no es libre en uno u otro acto, no puede decirse que su decisión sea justa o injusta. Pero esta libertad o esta decisión del justo debe, para ser tal, para ser reconocida como tal, seguir una ley, una prescripción o una regla. En este sentido, en su autonomía misma, en su libertad de seguir o de darse una ley, dicha decisión o dicha libertad debe poder ser del orden de lo calculable o de lo programable, por ejemplo como acto de equidad. Pero si el acto consiste simplemente en aplicar una regla, en desarrollar un programa o en efectuar un cálculo, se dirá quizás que la decisión es legal, conforme al derecho, y tal vez, empleando una metáfora, justa, pero nos equivocaremos al decir que la decisión ha sido justa.
Para ser justa, la decisión de un juez por ejemplo, no debe sólo seguir una regla de derecho o una ley general, sino que debe asumirla, aprobarla, confirmar su valor, por un acto de interpretación reinstaurador, como si la ley no existiera con anterioridad, como si el juez la inventara él mismo en cada caso. Cada ejercicio de la justicia como derecho sólo puede ser justo si se trata -si se me permite traducir así la expresión inglesa «fresh judgement» que tomo prestada del artículo de Stanley Fish, «Force» en Doing What Comes Naturally- de una «sentencia de nuevo fresca»[xliii]. El nuevo frescor, la inicialidad de esta sentencia inaugural puede perfectamente repetir alguna cosa, mejor dicho, debe conformarse a una ley preexistente, pero la interpretación reinstauradora, re-inventiva y libremente decisoria del juez responsable requiere que su «justicia» no consista solamente en la conformidad, en la actividad conservadora y reproductora de la sentencia. Dicho brevemente: para que una decisión sea justa y responsable es necesario que en su momento propio, si es que existe, sea a la vez regulada y sin regla, conservadora de la ley y lo suficientemente destructiva o suspensiva de la ley como para deber reinventarla, re-justificarla en cada caso, al menos en la reafirmación y en la confirmación nueva y libre de su principio. Cada caso es otro, cada decisión es diferente y requiere una interpretación absolutamente única que ninguna regla existente y codificada podría ni debería garantizar absolutamente. Si hubiera una regla que la garantizase de una manera segura, entonces el juez sería una máquina de calcular, lo que a veces sucede, lo que sucede siempre en parte y según un parasitaje irreductible debido a la mecánica o a la técnica que introduce la iterabilidad necesaria de las sentencias; pero en esta medida, no se dirá de un juez que es puramente justo, libre y responsable. Aunque tampoco se dirá de él que es justo, libre y responsable, si el juez no se refiere a ningún derecho, a ninguna regla o si debido a que no considera ninguna regla como una regla dada más allá de su interpretación- el juez suspende su decisión, se detiene en lo indecidible o incluso improvisa fuera de toda regla y de todo principio. De esta paradoja se sigue que en ningún momento se puede decir presentemente que una decisión es justa, puramente justa (es decir, libre y responsable), ni de alguien que es justo ni menos aún que «yo soy justo». En lugar de «justo», se puede decir legal o legítimo, en conformidad con un derecho, con reglas y convenciones que autorizan un cálculo pero cuyo origen fundante no hace más que alejar el problema de la justicia; porque en el fundamento o en la institución de este derecho se habrá planteado el problema mismo de la justicia, y habrá sido puesto, violentamente resuelto, es decir, enterrado, disimulado, rechazado. El mejor paradigma lo constituye la fundación de los EstadosNación o el acto instituyente de una constitución que instaura lo que se llama Estado de derecho[xliv].
 
2. Segunda aporía: la obsesión[xlv] de lo indecidible
 
Ninguna justicia se ejerce, ninguna justicia se hace, ninguna justicia es efectiva ni se determina en la forma del derecho, sin una decisión que dirima. Esta decisión no consiste solamente en su forma final -por ejemplo, una sanción penal, equitativa o no- en el orden de la justicia proporcional o distributiva. La decisión comienza -debería comenzar, en principio y en derecho- con la iniciativa de entrar en conocimiento, leer, comprender, interpretar la regla, e incluso calcular. Puesto que si el cálculo es cálculo, la decisión de calcular no es del orden de lo calculable y no debe serlo.
Se asocia frecuentemente lo indecidible a la desconstrucción. Pero lo indecidible no es sólo la oscilación entre dos significaciones o reglas contradictorias y muy determinadas aunque igualmente imperativas (por ejemplo, aquí, el respeto del derecho universal y de la equidad y al mismo tiempo el respeto de la singularidad siempre heterogénea y única del ejemplo no subsumible). Lo indecidible no es sólo la oscilación o la tensión entre dos decisiones. Indecidible es la experiencia de lo que siendo extranjero, heterogéneo con respecto al orden de lo calculable y de la regla, debe sin embargo -es de un deber de lo que hay que hablar- entregarse a la decisión imposible, teniendo en cuenta el derecho y la regla. Una decisión que no pasara la prueba de lo indecidible no sería una decisión libre; sólo sería la aplicación programable o el desarrollo continuo de un proceso calculable. Sería quizás legal, no justa. Pero en el momento de suspensión de lo indecidible, tampoco es justa, puesto que sólo una decisión es justa. Para sostener este enunciado, «sólo una decisión es justa», no es necesario referir la decisión a la estructura de un sujeto o a la forma proposicional de un juicio. En cierto modo, se podría incluso decir, con riesgo de escándalo, que un sujeto no puede nunca decidir nada: un sujeto es precisamente aquello a lo que[xlvi] una decisión sólo puede llegar como accidente periférico que no afecta ni a la identidad esencial ni a la presencia a sí sustancial que hacen del sujeto un sujeto; todo esto asumiendo que la elección de la palabra «sujeto» no sea arbitraria, al menos, y se confíe en lo que en efecto siempre se exige, en nuestra cultura, de un «sujeto».
Una vez pasada la prueba de lo indecidible (si esto es posible, pero esta posibilidad no es pura, no es nunca una posibilidad como cualquier otra: la memoria de la indecidibilidad debe guardar una huella viviente que marque para siempre una decisión como tal), la decisión ha seguido de nuevo una regla, una regla dada, inventada o reinventada, reafirmada: ya no es presentemente justa, plenamente justa. En ningún momento parece que una decisión pueda decirse presente y plenamente justa: o bien no ha sido todavía adoptada según una regla, y entonces nada permite decir que es justa; o bien ha seguido una regla -dada, recibida, confirmada, conservada o re-inventada- que a su vez nada garantiza; y por otra parte, si estuviera garantizada, la decisión se habría convertido en cálculo y no podría decirse que es justa. Por ello, la prueba de lo indecidible, que acabo de decir que debe ser atravesada por toda decisión digna de ese nombre, no se pasa o se deja atrás nunca, no es un momento sobrepasado o superado (aufgehoben) en la decisión. En toda decisión, en todo acontecimiento de decisión[xlvii], lo indecidible queda prendido, alojado, al menos como un fantasma, aunque se trate de un fantasma esencial. Su fantasmaticidad desconstruye desde el interior toda seguridad de presencia, toda certeza o toda pretendida criteriología que nos asegure la justicia de una decisión, el acontecimiento mismo de una decisión. ¿Quién podrá jamás asegurar que una decisión como tal ha tenido lugar?, ¿que una decisión no ha seguido -según este u otro rodeo- una causa, un cálculo, una regla sin que se haya producido ese suspense imperceptible que decide libremente sobre la aplicación o no una regla?
Una axiomática subjetal de la responsabilidad, de la conciencia, de la intencionalidad, de la propiedad ordena el discurso jurídico actual y dominante; ordena asimismo la categoría de decisión hasta cuando recurre a los peritajes médicos; ahora bien, esta axiomática es de una fragilidad y de una grosería teórica sobre las que no necesito insistir. Los efectos de esta limitación no afectan sólo a todo decisionismo (ingenuo o elaborado), sino que son lo suficientemente concretos y generalizados como para que tenga que dar ejemplos. El dogmatismo oscuro que marca los discursos sobre la responsabilidad de un detenido, su estado mental, el carácter pasional, premeditado o no, de un crimen, las declaraciones increíbles de los testigos o de los «expertos» serían suficientes para atestar, en verdad para probar, que ningún rigor crítico o criteriológico, ningún saber es accesible en relación con este tema.
Esta segunda aporía -esta segunda forma de la misma aporía- lo confirma: si hay desconstrucción de toda presunción -con una certeza determinante- de una justicia presente, la misma desconstrucción opera desde una «idea de la justicia» infinita, infinita porque irreductible, irreductible porque debida al otro; debida al otro, antes de todo contrato, porque ha venido, es la llegada del otro como singularidad siempre otra. Invencible a todo escepticismo, como se podría decir con Pascal, esta «idea de la justicia» me parece irreductible en su carácter afirmativo, en su exigencia de donación sin intercambio, sin circulación, sin reconocimiento, sin círculo económico, sin cálculo y sin regla, sin razón o sin racionalidad teórica en el sentido de dominación reguladora. Se puede reconocer y apreciar aquí una locura. Y quizás una especie de mística. Y la desconstrucción está loca por esa justicia. Loca por ese deseo de justicia. Esa justicia, que no es el derecho, es el movimiento mismo de la desconstrucción presente en el derecho y en la historia del derecho, en la historia política y en la historia misma, incluso antes de presentarse como el discurso titulado -en la academia o en la cultura de nuestro tiempo- el «desconstruccionismo».
Dudaría en asimilar demasiado rápidamente esta «idea de la justicia» a una idea reguladora en sentido kantiano, a un contenido cualquiera de una promesa mesiánica (digo contenido y no forma, ya que la forma mesiánica, la mesianicidad nunca está ausente de una promesa, cualquiera que sea ésta) o a otros horizontes del mismo tipo. Hablo solamente de un tipo, de ese tipo de horizonte cuyas especies serían numerosas y concurrentes. Concurrentes, es decir, bastante parecidas y pretendiendo tener siempre el privilegio absoluto y la singularidad irreductible. La singularidad del lugar histórico -que es quizás el nuestro, y que es en todo caso el lugar al que me refiero oscuramente aquí- nos permite entrever el tipo mismo como origen, condición, posibilidad o promesa de todas sus ejemplificaciones (mesianismo o figuras mesiánicas determinadas de tipo judío, cristiano o islámico, idea en sentido kantiano, escato-teleología de tipo neohegeliano, marxista o postmarxista, etc.). También nos permite percibir y concebir una ley de la concurrencia irreductible, pero desde un borde desde el que nos amenaza el vértigo cuando sólo vemos ejemplos y cuando algunos de entre nosotros ya no se sienten comprometidos en la concurrencia: otra manera de decir que a partir de ese momento siempre corremos el riesgo de «quedarse al margen»[xlviii]. Pero «quedarse al margen» en el interior de la pista de carreras no permite quedarse en la salida o ser simplemente espectador, antes bien al contrario. Es esto quizás lo que nos mantiene en movimiento[xlix], con más fuerza, más rápido: la desconstrucción por ejemplo.
 
3. Tercera aporía: la urgencia que obstruye el horizonte del saber
 
Una de las razones por las que guardo aquí una reserva con respecto a todos los horizontes, por ejemplo con respecto a la idea reguladora kantiana o a la venida mesiánica, al menos en su interpretación convencional, es el hecho de que son precisamente horizontes. Como indica su nombre en griego, un horizonte es a la vez la apertura y el límite de la apertura que define un progreso infinito o una espera.
Ahora bien, la justicia, por muy no-presentable[l] que sea, no espera. Para ser directo, simple y breve, diré lo siguiente: una decisión justa es necesaria siempre inmediatamente, enseguida, lo más rápido posible. La decisión no puede procurarse una información infinita y un saber sin límite acerca de las condiciones, las reglas o los imperativos hipotéticos que podrían justificarla. E incluso si se dispusiera de todo esto, incluso de todo el tiempo y los saberes necesarios al respecto, el momento de la decisión, en cuanto tal, lo que debe ser justo, debe ser siempre un momento finito, de urgencia y precipitación; no debe ser la consecuencia o el efecto de ese saber teórico o histórico, de esa reflexión o deliberación, dado que la decisión marca siempre la interrupción de la deliberación jurídico-, ético- o político-cognitiva que la precede y que debe precederla. El instante de la decisión es una locura, dice Kierkegaard. Es cierto, en particular con respecto al momento de la decisión justa que debe desgarrar el tiempo y desafiar las dialécticas. Es una locura. Una locura, ya que tal decisión es a la vez sobreactiva y padecida, encierra algo de pasivo, por no decir de inconsciente, como si el que decide fuera libre sólo si se dejara afectar por su propia decisión y como si ésta le viniera de otro. Las consecuencias de una heteronomía como ésta parecen tremendas pero sería injusto eludir su necesidad. Incluso si el tiempo y la prudencia, la paciencia del saber y el dominio de las condiciones fueran hipotéticamente ilimitados, la decisión sería estructuralmente finita, por muy tarde que llegara, decisión de urgencia y precipitación que actúa en la noche de un no-saber y de una no-regla. No en la ausencia de regla y de saber sino en una restitución de la regla que, por definición, no viene precedida de ningún saber y de ninguna garantía en cuanto tal. Si aceptásemos una distinción general y definitiva entre el realizativo y el constatativo -problema que no puedo tratar aquí-, la irreductibilidad de la urgencia precipitativa (la irreductibilidad esencial de la irreflexión y de la inconsciencia), por muy inteligente que fuera, debería ser puesta del lado de la estructura realizativa de los «actos de habla» y en general de los actos en tanto que actos de justicia o de derecho, ya sean realizativos instituyentes o realizativos derivados que implican convenciones anteriores. Un constatativo puede ser justo en el sentido de lo ajustado, pero nunca en el sentido de la justicia. Pero como un realizativo sólo puede ser justo -en el sentido de la justicia- cuando está fundado en convenciones, es decir, fundado en otros realizativos anteriores, enterrados o no, dicho realizativo conserva siempre en él cierta violencia irruptiva. No responde ya a las exigencias de la racionalidad teórica. Y nunca lo ha hecho, no ha podido hacerlo nunca, y de ello tenemos una certeza a priori y estructural. Al reposar todo enunciado constatativo sobre una estructura realizativa al menos implícita («te digo que yo te hablo, me dirijo a ti para decirte que esto es verdad, que es así, te prometo y te renuevo mi promesa de hacer una frase y de firmar lo que digo cuando yo digo que te digo o que intento decirte la verdad», etc.), la dimensión de lo ajustado o de verdad de los enunciados teórico-constatativos (en todos los dominios, en particular en el dominio de la teoría del derecho) presupone siempre, por tanto, la dimensión de justicia de los enunciados realizativos, es decir, su precipitación esencial. Dicha precipitación nunca tiene lugar sin una cierta disimetría y una cierta forma de violencia. Es así como me atrevería a entender la proposición de Levinas que -utilizando otro lenguaje, y según procedimientos discursivos diferentes- declara que «la verdad supone la justicia»[li]. Parodiando peligrosamente la lengua francesa, concluiría diciendo: «La Justice, il n’y a que ça de vrai»[lii]. Es inútil subrayar que esto no deja de tener consecuencias para el estatuto -si todavía podemos hablar de estatuto- de la verdad, de esta verdad de la que San Agustín dice que hay que «hacerla».
Paradójicamente, y a causa de este desbordamiento del realizativo, a causa de este avance siempre excesivo de la interpretación, a causa de esta urgencia y de esta precipitación estructurales de la justicia, ésta no tiene horizonte de espera (regulador o mesiánico). Pero, precisamente por eso, quizás[liii] tiene justamente un porvenir, un por-venir que habrá que distinguir rigurosamente del futuro. Este último pierde la apertura, la venida del otro (que viene) sin la cual no hay justicia; y el futuro puede siempre reproducir el presente, anunciarse o presentarse como un presente futuro en la forma modificada del presente. La justicia está por venir, tiene que venir, es por-venir, despliega la dimensión misma de acontecimientos[liv] que están irreductiblemente por venir. Lo tendrá siempre -este por-venir- y lo habrá tenido siempre. Quizás es por eso por lo que la justicia, en tanto que no es sólo un concepto jurídico o político, abre al porvenir la transformación, el cambio o la refundación del derecho y de la política. «Quizás», hay que decir siempre quizás para la justicia. Hay un porvenir para la justicia, y sólo hay justicia en la medida en que un acontecimiento (que como tal excede el cálculo, las reglas, los programas, las anticipaciones, etc.) es posible.
La justicia, en tanto que experiencia de la alteridad absoluta, es no-presentable[lv], pero es la ocasión del acontecimiento y la condición de la historia. Una historia sin duda ignorable para aquellos que creen saber de lo que hablan cuando emplean esta palabra, ya se trate de historia social, ideológica, política, jurídica, etc.
Este exceso de la justicia sobre el derecho y sobre el cálculo, este desbordamiento de lo no-presentable sobre lo determinable, no puede y no debe servir de coartada para no participar en las luchas jurídicopolíticas que tienen lugar en una institución o en un Estado, entre instituciones o entre Estados. Abandonada a ella misma, la idea incalculable y donadora de justicia está siempre lo más cerca del mal, por no decir de lo peor puesto que siempre puede ser reapropiada por el cálculo más perverso. Siempre es posible y esto forma parte de la locura de la que hablábamos. Una garantía absoluta contra este riesgo sólo puede saturar o suturar la apertura de la apelación a la justicia, una apelación siempre herida. Pero la justicia incalculable ordena calcular. Y, en primer lugar, calcular en lo más cercano de lo que se asocia a la justica, a saber, el derecho, el campo jurídico que no puede ser aislado dentro de fronteras seguras, pero también en todos aquellos campos de los que no podemos separar al derecho, que intervienen en él y que no son sólo campos: lo ético, lo político, lo económico, lo psicosociológico, lo filosófico, lo literario, etc. No sólo hay que calcular, negociar la relación entre lo calculable y lo incalculable, negociar sin reglas que no haya que reinventar precisamente ahí donde estamos «arrojados», ahí donde nos encontramos; sino que también hay que ir tan lejos como sea posible, más allá del lugar donde nos encontramos y más allá de las zonas identificables de la moral, de la política o del derecho, más allá de la distinción entre lo nacional y lo internacional, lo público y lo privado, etc. El orden de ese hay que no pertenece propiamente ni a la justicia ni al derecho. No pertenece a uno de los dos espacios más que desbordándolo hacia el otro. Lo que significa que estos dos órdenes son indisociables en su heterogeneidad misma: de hecho y de derecho. La politización, por ejemplo, es interminable, incluso si nunca puede ni debe ser total. Para que esto no sea una perogrullada o una trivialidad, es necesario reconocer la siguiente consecuencia: cada avance de la politización obliga a reconsiderar, es decir, a reinterpretar los fundamentos mismos del derecho tal y como habían sido calculados o delimitados previamente. Esto fue cierto en la Declaración de los Derechos del Hombre, en la abolición de la esclavitud, en todas las luchas emancipatorias que están y deberán estar en curso, en todo el mundo, para los hombres y para las mujeres. Nada me parece menos periclitado que el ideal emancipatorio clásico. No se puede intentar descalificarlo hoy, de manera grosera o sofisticada, sin al menos pecar de cierta ligereza además de convocar las peores complicidades. También es cierto que es necesario, sin que haya que renunciar a él sino al contrario, reelaborar el concepto de emancipación, de manumisión, o de liberación, teniendo en cuenta las extrañas estructuras que estamos describiendo en este momento. Pero más allá de estos territorios identificados de la jurídico-politización a gran escala geopolítica, más allá de todos los secuestros y requisiciones interesados, más allá de todas las reapropiaciones determinadas y particulares del derecho internacional, otras zonas tienen que abrirse constantemente, zonas que en un primer momento pueden parecer secundarias o marginales. Esta marginalidad significa que una violencia, por no decir un terrorismo y otras formas de toma de rehenes están presentes. Los ejemplos más próximos habría que buscarlos del lado de las leyes sobre la enseñanza y la práctica de las lenguas, la legitimación de los cánones, la utilización militar de la investigación científica, el aborto, la eutanasia, los problemas del trasplante de órganos, del nacimiento extrauterino, la bioingeniería, la experimentación médica, el «tratamiento social» del sida, las macropolíticas o micropolíticas de la droga, de los «sin techo», etc., sin olvidar por supuesto el tratamiento de lo que se llama vida animal, la enorme cuestión de la animalidad. Sobre este último problema, el texto de Benjamin que abordo a continuación muestra que su autor no hizo oídos sordos ni fue insensible a esta cuestión, incluso si sus propuestas al respecto siguen siendo oscuras o tradicionales.
 
 

* En Deconstruction and the Possibility of Justice, traducción de Mary Quaintance, Cardozo Law Review, New York, volumen 11, nos 5-6, julio-agosto de 1990, posteriormente en Deconstruction and the Possibility of Justice, D. Cornell, M. Rosenfeld, D.C. Carlson editores, Routledge, Nueva York,/ Londres, 1992, finalmente bajo forma de libro, Gesetzeskraft. Der «mystische Grund der Autorität», traducción de Alexander García Düttman, Suhrkamp, Francfort, 1991.
[i] Traducción de Adolfo Barberá. Las notas entre corchetes han sido añadidas por el traductor.
[ii] [En cursiva en el original. Ver la nota 4.]
[iii] La conferencia fue inicialmente pronunciada en inglés. Esta primera frase fue pronunciada primero en francés y luego en inglés.
[iv] [«Addresser» en el original. «Adresser un probléme», en francés, es una traducción literal del inglés «To address a problem», «abordar un problema».]
[v] [En inglés en el original.]
[vi] Esta exterioridad distingue el derecho de la moral pero es insuficiente para fundarlo o justificarlo. «Sin duda, este derecho se fundamenta en la conciencia de la obligación de cada uno según la ley; pero, para determinar al arbitrio conforme a ella, ni le es lícito ni puede, si es que debe ser puro, recurrir a esta conciencia como móvil, sino que se apoya por tanto en el principio de la posibilidad de una coacción exterior, que puede coexistir con la libertad de cada uno según leyes universales» (La Metafísica de las Costumbres, trad. esp. Adela Cortina y Jesús Conill, Tecnos, Madrid, 1989, p. 41) Sobre este punto, me permito remitir a Du droit á la philosophie, Galilée, París, 1990, pp. 77 y ss.
[vii] Cf. «L’oreille de Heidegger», en Politiques de l’amitié, Galilée, París, 1994. (Trad. esp. en prensa, en la editorial Trotta, Madrid.)
[viii] [Se ha optado, siguiendo en esto a José Martín Arancibia (trad. esp. de La diseminación, Fundamentos, Madrid, 1975; cf. la justificación, en el mismo sentido, de Manuel Garrido, en su Introducción a G. Bennington y J. Derrida, Jacques Derrida, trad. de M. L. Rodríguez Tapia, Cátedra, Madrid, 1994) por traducir différance por «diferenzia»: ésta repite el juego, en todos los sentidos, de la falta de ortografía de la palabra o pseudopalabra francesa, y la inaudibilidad de su diferencia respecto de «diferencia». Si bien, es cierto, no remite como tal, como sí lo hace différance, a la ambivalencia, que ocurre ya en el differre latino, entre la diferenciación de lo distinto y el diferirse en el tiempo. Una explicación, más que una traducción, de este término ciertamente idiomático de Jacques Derrida, sería: «lo que difiere», o «el diferirse», o si se pudiese tolerar alguna agramaticalidad, «difier-encia». Cf. en cualquier caso, la conferencia «La Différance», en Marges de la Philosophie, Minuit, París, 1971), (Márgenes de la Filosofía, trad. esp. Carmen González Marín, Cátedra, Madrid, 1989).]
[ix] [«Adressé».]
[x] Sobre el motivo de lo oblicuo, me permito remitir a Du droit à la philosophie, Galilée, París, 1990, en particular pp. 71 ss., y a Passions, «L’offrande oblique», Galilée, París, 1993.
[xi] [«Justice, force.-Il est juste que ce qui est juste soit suivi, il est nécessaire que ce qui est le plus fort soit suivi.» Pensées, edición Brunschvicg, § 298, p. 470.]
[xii] [«La justice sans la force est impuissante; la force sans la justice est tyrannique; la justice sans force est contredite, parcequ'il y a toujours des méchants; la force sans la justice est accusée. Il faut donc mettre ensemble la justice et la force; et pour cela faire que ce qui est juste soit fort, ou que ce qui est fort soit juste.»]
[xiii] [«Et ainsi ne pouvant faire que ce qui est juste fût fort, on a fait que ce qui est fort fût juste.»]
[xiv] [«[ ...] l’un dit que l’essence de la justice est l’autorité du législateur, l’autre la commodité du souverain, l’autre la coutume présente; et c’est le plus sur: rien, suivant la seule raison, n’est juste de soi; tout branle avec le temps. La coutume fait toute l’équité, par cette seule raison qu’elle est reçue; c’est le fondement mystique de son autorité. Qui la ramène à son principe, l’anéanti.» Op. cit., 294, p. 467. La cursiva es del autor.]
[xv] [«Or les loix, se maintiennent en crédit, non parce qu’elles sont justes, mais parce quélles sont loix. C’est le fondement mystique de leur authorité, elles n’en ont poinct d’autre. Quinconque leur obeyt parce qu’elles sont justes, ne leur obeyt pas justement par où il doibt». Montaigne, Essais, III, cap.XIII, «De l’expérience», Bibliothèque de la Pléiade, p. 1203. (Cf. la trad. esp. de Dolores Picazo y Almudena Montojo, Ensayos, III, p. 346, Cátedra, Madrid, 1987.)]
[xvi] [«... nostre droict mesme a, dict-on, des fictions légitimes sur lesquelles il fonde la verité de sa justice.» Op. cit.. II, cap. XII, p. 601.]
[xvii] [«les femmes employent des dents d’yvoire où les leurs naturelles leur manquent, et, au lieu de leur vray teint, en forgent un de quelque matiere estrangere... s’embellissent d’une beauté fauce et emprunté: ainsi faict la science (et nostre droict mesme, a dict-on, des fictions légitimes sur lesquelles il fonde la verité de sa justice).» Op. cit. nota anterior.]
[xviii] [«Il y a sans doute des lois naturelles; mais cette belle raison corrompue, a tout corrompu.» Pensées, IV, 294, p. 466.]
[xix] [«Notre justice [s’anéanti] devant la justice divine.» Op. cit., 233, p. 435.]
[xx] [Adoptamos la traducción de Genaro R. Carrió y Eduardo A. Rabossi. Cf. J. L. Austin, Cómo hacer cosas con palabras, Paidós, Barcelona, 1982, en particular el «Glosario» de tas pp. 216-217. Los dos tipos de «acto de habla» (speech act) que distingue Austin son el «realizativo» (performative) y el «constatativo» (constative).]
[xxi] [«performativité».]
[xxii] [Vid. nota 19.]
[xxiii] Stanley Fish, Doing What Comes Naturally, Change and the Rhetoric of Theory in Literary and Legal Studies, Duke University Press, Durham/Londres, 1989.
[xxiv] University of Minnesota Press, Minneapolis, 1987.
[xxv] [«à “addresser” en anglais un problème»]
[xxvi] [«Addresse».]
[xxvii] [«Direction».]
[xxviii] [«adresser».]
[xxix] [«adresser».]
[xxx] [«L’adresse» en francés es, en primer lugar, la dirección para un envío postal.]
[xxxi] [«de l’adresse»]
[xxxii] [«Il ne faut pas manquer d’adresse, dirais-je en français...».]
[xxxiii] [«... “rendre justice” comme on dit en français...».]
[xxxiv] [«... comme on dit en français, “que justice est faite”».]
[xxxv] Sobre la animalidad, cf. De l’esprit, Heidegger et la question, Galilée, París, 1987. (Hay trad. esp. de Manuel Arranz, Del espíritu, Pre-textos, Valencia. 1989.) En cuanto al sacrificio y a la cultura carnívora, «Il faut bien manger -ou le calcul du sujet», en Points de suspension, Galilée, París, 1992.
[xxxvi] [«gagée, engagée».]
[xxxvii] [«j’adresse».]
[xxxviii] Emmanuel Lévinas, Totalité et Infini, «Verité et justice», Nijhof, Dordrecht, 1962, p. 62. (Trad. esp. Daniel Guillot, Totalidad e Infinito, Salamanca, Sígueme, 1977.)
[xxxix] Op. cit., p. 54.
[xl] [«adresse».]
[xli] Emmanuel Lévinas, «Un droit infini», en Du Sacré au Saint. Cinq nouvelles lectures talmudiques, Minuit, París, 1977, pp. 17-18.
[xlii] [«mis en oeuvre»]
[xliii] [«jugement à nouveau frais». La traducción de Derrida es deliberadamente libre.]
[xliv] [«ce qu’on appelle en français l’état de droit.»]
[xlv] [Hemos decidido traducir el original «hantise» por «obsesión» a sabiendas de lo mucho que iba a quedarse por el camino. En efecto, «hantise» es una especie de ocupación de un lugar por parte de un pensamiento obsesivo, pero sobre todo por un espíritu o un fantasma. Una «maison hantée» es una casa «habitada» por espíritus. Otra posibilidad, con otros matices, útiles en otro contexto, es «asedio». Así, los traductores Cristina de Peretti y José Miguel Alarcón de Espectros de Marx, Trotta, Madrid, 1995, cf. nota en p. 17.]
[xlvi] [«ce à quoi».]
[xlvii] [«événement de décision».]
[xlviii] [«comme on dit en français “dans la course”», literalmente «en la carrera»]
[xlix] [«comme on dit aussi en français, celà même qui “fait courir”».]
[l] [«imprésentable».]
[li] Emmanuel Levinas, «Vérité et justice», en Totalité et Infini, op. cit., p. 62.
[lii] [«Sólo la justicia es verdadera».]
[liii] [En cursiva en el original. Nótese que el término francés es «peut-être», literalmente «puede-ser»]
[liv] [«événements». Nótese el parentesco entre las expresiones francesas «avenir» («porvenir»), «á-venir» («por-venir»), «venue» («venida»), «événement» («acontecimiento, evento»).]
[lv] [«imprésentable».]

2 comentarios:

  1. Muy bien hecho. Saludos desde Alemania.

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  2. Editar "Fuerza de Ley" con las aclaraciones que has hecho respecto de los dos momentos, trae una fuerte discución que Giorgio Agamben retoma y reto en mi blog. Voy a pedirte permiso, si tú quieres, de poder pasar a mi blog esta publicación tuya, citando lafuente, claro. Espero tu repuesta.
    Abrazo
    Norberto Gómez
    nrbrtgmz@gmail.com

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