lunes, 27 de abril de 2009

Como bajar facilmente Derrida y Heidegger en castellano


Se encuentra buena parte de ambas webs en archive.org:
Para la de Derrida en castellano:
http://web.archive.org/web/20071010073159/www.jacquesderrida.com.ar/
Para la de Heidegger en castellano:
http://web.archive.org/web/20080211104832/www.heideggeriana.com.ar/
También en estas direcciones se pueden bajar capturas completas de las webs efectuadas pocos meses antes de sus cierres.
Para Derrida en castellano:
http://www.4shared.com/file/92553002/bdbc5876/elias.html
Para Heidegger en castellano:
http://www.4shared.com/file/92533683/89af6bfa/marrano.html

Volanteada en La Feria del Libro contra la desaparición de Derrida y Heidegger en castellano


La gente del Partido Pirata tuvo la idea y diseñó estos volantes. La propuesta es que el que tenga pensado ir a la feria del libro y pueda y quiera imprimir algunos, los lleve y los reparta. Si a alguien se le ocurre otro diseño para los volantes u otra idea organizativa, toda propuesta sera bienvenida. Como todos saben la feria del libro es organizada por la Cámara Argentina del Libro, la patronal que le inicio un juicio penal a Horacio Potel por difundir filosofía gratis

domingo, 26 de abril de 2009




EL EXTRAÑO CASO DEL JUICIO AL PROFESOR HORACIO POTEL
“El conocimiento no es una mercancía”

En el Día de la Propiedad Intelectual, la persecución judicial al docente que cometió el “delito” de difundir en la web textos difíciles de hallar de Derrida, Heidegger y Nietzsche debería servir para abrir un debate menos policíaco.



Por Facundo García

“Sólo una cosa es imposible para Dios: encontrarle algún sentido a cualquier ley de copyright del planeta” (Mark Twain en su cuaderno de notas, el 23 de mayo de 1903).

La noticia recorre el mundo: mientras varias instituciones celebran hoy el Día Mundial de la Propiedad Intelectual, hay un docente argentino que está siendo perseguido penalmente por haber creado dos sitios sin fines de lucro donde se podían descargar de forma gratuita textos de Martin Heidegger y Jacques Derrida. Con furor insólito, la fiscalía pidió que se allane el domicilio de Horacio Potel y se le intervengan las cuentas de mail y el teléfono; y hasta mencionó la posibilidad de enviarlo a la cárcel por un período de entre un mes y seis años. ¿Quién es Potel? Un filósofo que en 1998 se compró una computadora, se conectó a Internet y quedó fascinado: “No podía creer que existiera un medio donde cualquiera se podía comunicar a voluntad con cualquiera, donde los libros y las imágenes que tanto había amado y que tanto habían significado en mi vida estaban allí para ser distribuidos sin restricciones. En ese momento estaba apasionado con Nietzsche y me pareció una buena idea devolver esos regalos que la red me estaba dando; entre los que hay que contar a mi mujer, a la que conocí por la web en esos lejanos años”.

Aclaremos: no es que el entrevistado haya querido devolver a su esposa, sino que intentó retribuir lo que había recibido del ciberespacio generando proyectos en los que el dinero no fuera una condición para acceder a textos fundamentales. “El primer sitio –Nietzsche en castellano, – está por cumplir una década, y tuvo más de tres millones de visitas”, puntualiza. A partir de aquel éxito surgió la idea de abrir páginas similares sobre Derrida y Heidegger. “Jacquesderrida.com.ar y heideggeriana.com.ar eran bibliotecas públicas online que gracias a una denuncia iniciada por la corporación local de fabricantes de libros de papel –la Cámara Argentina del Libro– y promovida por el agregado ‘cultural’ de la Embajada de Francia en Argentina, hoy ya no existen”, señala el profesor.

Lo cierto es que si quien conversa con Página/12 resulta ser un criminal para la Justicia, el problema es serio. Con modales tranquilos, Potel responde dejando entrever una bronca que no excluye ocasionales giros de humor ácido, un combo que parece coincidir con las reacciones que generó en los demás su llamado a la resistencia. Porque es posible que éste sea un hombre en apuros, pero no está solo: lo apoyan incontables blogs, un grupo en Facebook con más de dos mil ochocientos miembros, académicos, filósofos, estudiantes, investigadores, periodistas y ONG. En el Reino Unido, el grupo Copy South –de la Universidad de Kent– le dedicó un muy buen informe que está en kent.ac.uk/law/copysouth/es/hora cio_potel_es.htm. El abogado Leonardo Hernández está representando a Horacio sin cobrarle, porque sabe que su defendido no tiene un mango. Es que, después de todo, sus páginas ofrecían una completa relación de los textos de tres filósofos clave, además de fotos, biografías, comentarios y enlaces. Un auténtico tesoro para el lector tercermundista.

–El 31 de diciembre de 2008 Raúl Alejandro Ochoa, apoderado de la CAL, inició esta causa considerando que usted había violado la Ley 11.723, de Propiedad Intelectual. ¿Cuál es su situación ahora?

–Estamos esperando que el juez me llame a declaración indagatoria. Supongo que no ordenó aún las medidas que pidió el fiscal: intervención de mi teléfono y mis mails, y el allanamiento de mi casa. Tras dos meses de habernos enterado de la existencia de este juicio, el acostumbramiento nos sacó a mi mujer y a mí del constante infierno de estar temiendo que en cualquier momento un grupo de policías se meta en nuestra casa y se lleve las computadoras que –ambos somos docentes universitarios–, son una herramienta de trabajo.

–¿Cómo era su vida en épocas más tranquilas?

–Estudié Arquitectura en la UBA y luego como hobby empecé filosofía, la cual me atrapó y lo sigue haciendo, aunque ahora eso de “atrapar” haya tomado un matiz un poco preocupante. Actualmente trabajo en la Universidad Nacional de Lanús, donde dicto Etica y Metodología. En el campo de la investigación me estoy dedicando casi con exclusividad a Derrida y publiqué algunos trabajos sobre él. También me aboqué a Nietzsche y Heidegger. En el fondo, mis web son una especie de mapa de mis lecturas.

–Es evidente que se están oponiendo dos concepciones. Una que entiende que la filosofía y sus textos son mercancía y otra que estima al filosofar como un derecho universal. ¿Cómo jugarían esos valores en este juicio?

–Pienso que lo que se generó excede el ámbito de la filosofía. Se está discutiendo, directamente, el futuro de la difusión del conocimiento. El Parlamento Europeo dijo que “el analfabetismo electrónico será el analfabetismo del siglo XXI”, y desde este punto de vista, permitir que corporaciones oscurantistas preocupadas por sus balances empiecen a cerrar las bibliotecas digitales es asegurarnos un futuro de mayor ignorancia, y por tanto de mayor sometimiento y desigualdad. En Sudamérica no nos podemos dar el lujo de acceder a los reclamos de estos sectores, que al estilo de revividos luditas no titubean en destruir las nuevas máquinas del conocimiento en su afán de seguir ganando dinero con procedimientos artesanales.

–Tampoco las bibliotecas de papel están pasando un buen momento...

–No se hace nada por fomentar las bibliotecas del siglo XX, que están desabastecidas y desactualizadas hasta grados lamentables. A la vez, preventivamente, se empiezan a cerrar los embriones de las bibliotecas futuras. El acceso a los libros de papel se volvió imposible debido a los precios en euros. Además –y aun cuando se esté dispuesto a pagar las fortunas que piden– no hay dónde hallarlos fuera de Capital o alguna ciudad importante como Córdoba. En el interior son muy pocas las librerías especializadas en algo que no sea la venta de bestsellers y libros de autoayuda. Eso sin contar que los títulos pasan siglos agotados hasta que el fabricante dueño del copyright percibe que puede ser un buen negocio volver a publicar.

El ataque legal comenzó con una queja de la compañía francesa Les Editions de Minuit –que posee derechos sobre una parte de la obra de Derrida– y contó con el apoyo de la embajada francesa. “Que yo sepa –se embala Potel– la fábrica o artesanía Minuit no publicó libros aquí. Sin embargo, la colaboración de la CAL le permite concretar un ardid del más claro colonialismo, al negarnos el acceso a dos de los más importantes filósofos del siglo pasado.”

El acusado tomó conocimiento de la denuncia mediante la visita de un policía al que le encargaron chequear su domicilio. “Usted sabrá en qué anda”, respondió el agente cuando se le consultó el motivo. La causa lleva el número 57.627 y actúan el Juzgado Nacional en lo Criminal de Instrucción Nº 37 y la Fiscalía 49 de la ciudad de Buenos Aires. Cayeron sólo los sitios sobre Heidegger y Derrida, ya que el fallecimiento de Friedrich Nietzsche ocurrió en 1900 y ya pasaron los setenta años establecidos por la ley para la conservación de los derechos del autor.

–Al menos Nietzsche zafó. Igual, es como si se pretendiera encerrar al pensamiento...

–Es un secuestro de Derrida y Heidegger. De eso se trata, de la desaparición de su legado para miles de personas que no tienen el dinero que les piden los “dueños”, o que simplemente no encuentran sus trabajos. Sobre esto el mismo Derrida fue muy claro, y permítame citarlo: “Heredo algo que también debo transmitir: ya sea algo chocante o no, no hay derecho de propiedad sobre la herencia”.

–Le planteo un juego filosófico: ¿qué cree que habría dicho Sócrates sobre lo que le está pasando? ¿Y Heidegger? ¿Y Derrida?

–Es difícil aventurar qué habrían pensado Sócrates o Heidegger, ya que no conocieron Internet, aunque Heidegger la haya previsto de algún modo. En todo caso yo no pienso beber la cicuta. Sí podemos aventurar la respuesta de Derrida al jefe de la CAL, que alegremente afirmó en un matutino que sin copyright no habría producción intelectual. Le diría que el conocimiento no es una mercancía, es una transmisión, una traducción, una tradición, una herencia, que como tal me preexiste. Lo que trae como consecuencia que el texto singular se independice de su supuesto autor para devenir máquina productora, diseminante del sentido, separada de la conciencia y por tanto de las intenciones y de la plenitud del “querer–decir” de éste, y de cualquier otro que quiera erigirse en el dueño.

Da para seguir pensando. Por lo pronto, los efectos que pueda tener la avanzada sobre el resto de los internautas invita a recordar aquellas palabras de Martin Niemöller que casi siempre se atribuyen erróneamente a Bertolt Brecht: “Cuando vinieron a llevarse a los comunistas/ guardé silencio/ porque yo no era comunista (...) cuando vinieron a llevarse a los judíos/ no protesté/ porque yo no era judío./ Cuando vinieron a buscarme/ no había nadie más que pudiera protestar...” El perseguido resume: “Ojalá todos tomemos conciencia de que éste es uno de los más graves problemas que enfrenta la cultura. La red aguantará. Quizá los textos de Derrida y Heidegger ya no sean tan fáciles de encontrar. Pero sus fantasmas no se dejarán conjurar tan sencillamente”.


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Inaudita querella contra un profesor por subir textos a Internet


Inaudita querella contra un profesor por subir textos a Internet
En Argentina, difundir Filosofía es un delito
Eso es lo que considera la Cámara Argentina del Libro, que inició una causa penal instigada por el lobby de una editorial francesa. Habla el autor de los sitios cuestionados.
Fernando Arredondo / De la redacción de UNO


Hay una noticia que corre como reguero de pólvora por Internet desde hace un tiempo, que tiene como marco la contradicción cada vez más manifiesta entre legislación y libre acceso al conocimiento y la información, a partir de la expansión de las nuevas tecnologías. Se trata de una causa penal abierta en el Juzgado Nacional en lo Criminal de Instruccion Nº 37 de Buenos Aires contra el profesor de Filosofía Horacio Potel, que enseña en la Universidad de Lanús, por supuesta infracción a la Ley 11.723 de derechos de autor, también conocida como Ley Noble (por el fundador de Clarín, ver aparte). El delito que cometió Potel según la Cámara Argentina del Libro, la parte querellante, es haber creado y mantenido (sin fines de lucro, hay que subrayar) sitios webs dedicados a traducciones de trabajos filosóficos. Son tres las páginas de Potel: una con obras del filósofo alemán Friedrich Nietzsche, otra con textos del también filósofo alemán Martin Heidegger y la restante, con trabajos del francés Jacques Derrida. Estos espacios, además de la ahora cuestionada reproducción de textos, ofrecían fotos, biografías, comentarios y enlaces con otros sitios vinculados. La ardua labor del docente había conducido a que sus sitios se conviertan en, posiblemente, los más visitados en la materia por cibernautas hispanoparlantes. Para comprobarlo sólo basta teclear “Derrida” en Google: primero aparece una biografía de la popular Wikipedia; en segundo término está el sitio de Potel (www.jacquesderrida.com.ar) sobre un total de más de 3 millones de páginas. Este exitoso emprendimiento del saber ahora se ha convertido en una verdadera tortura para Potel –con quien UNO se comunicó vía mail– en una historia que se parece bastante a la de Josef K., aquel personaje de Franz Kafka de la novela El Proceso, que debía defenderse ante la Justicia de una acusación que nunca terminó de comprender.
—¿Cuándo inició usted sus páginas y qué lo movilizó a hacerlo?
—Tuve mi primera computadora relativamente tarde, allá por el año 1998, venía con una oferta de “Internet gratis”. Allí estaba yo, fascinado por las posibilidades que el formato digital le daba a mi trabajo y enamorado de contar con un medio que me daba la posibilidad de encontrarme con libros de los que siempre había oído hablar pero que estaban agotados hacía años o jamás habían sido publicados, muchos de ellos porque al titular del derecho de copia no le interesaban o no los veía rentables o estaba encaprichado en no publicarlos. Yo estaba en esa época fascinado con el filósofo alemán Friedrich Nietzsche. Y de él había poco y nada en esos tiempos lejanos en la web. Algunos textos en inglés y alemán, pero casi nada en castellano. El buscador Altavista (el Google de aquella época) indexaba sólo 15 textos sobre Nietzsche en castellano en toda la web. Pues bien, me pregunté ¿por qué no devolver los regalos y las sorpresas que la web me daba a diario, enriqueciéndola un poco? Y así fue que en una noche de diciembre de 1998 me puse a teclear una selección de textos de Nietzsche, y al otro día la obra de Nietzsche en castellano se había duplicado en la web. De esto ya pasaron 10 años, de trabajo en gran medida solitario, pagado con mi tiempo y mi dinero sin ninguna clase de subsidio ni de apoyo de ninguna entidad, pero tampoco, sin los juicios y amenazas de prisión con que hoy me regalan entidades que dicen defender con estas acciones nada menos que la cultura.
—¿Cómo fue armando sus sitios? ¿Cuál fue su método de trabajo?
—Mi idea con Nietzsche era la de la selección. Menos que ahora, igualmente era fácil entonces conseguir ediciones de papel baratas de Nietzsche, con pésimas traducciones, de dudosos libros suyos: La voluntad de poder, Mi hermana y yo y otras falsificaciones, eran y siguen siendo lo primero con lo que uno se suele topar buscando saber quién era ese tipo que se volvió loco en Turín. Así que yo pensé construir mi Nietzsche, mi propia interpretación de Nietzsche, llevando a cabo una selección estricta de aquellos textos que yo consideraba indispensables al momento de “entrarle” a Nietzsche.
Luego fue el turno de los comentaristas de Nietzsche, es decir de lo que yo estaba leyendo. Esas webs son el mapa de mis lecturas, porque yo a esa altura del partido había descubierto algo que pareciera que mucha gente aún no sabe: las computadoras son más eficientes que los dispositivos analógicos a la hora de la producción y difusión de conocimiento. La primera vez que pude trabajar a Heidegger con ocho artículos suyos abiertos en mi computadora y no apilados en el suelo, perdiendo horas para buscar el lugar donde creía que está la cita que acababa de recordar, algo cambió en mi cabeza.

El lobby francés
El proceso penal contra Potel se inició el 31 de diciembre de 2008 después de que la editorial francesa Les Éditions de Minuit, presentara su reclamo. Esta compañía ha publicado uno de los libros de Derrida, en francés. La queja de Minuit pasó a la Embajada francesa en Argentina y esa fue la base del proceso judicial que inició la Cámara Argentina del Libro en contra de Potel.

La cultura a precio oro
¿Cuál es su opinión sobre los derechos de autor y la industria editorial del modo que están establecidos en la actualidad?
El copyright tiende a concentrar, a través de la privatización, el control de la herencia cultural en manos de un número cada vez menor de propietarios privados. El copyright es la forma que tienen las corporaciones que fabrican libros de papel de apropiarse de la creación de los autores para su pura explotación mercantil, de manera tal que priva a todas las demás corporaciones editoras, incluido el autor, de la posibilidad de reproducir su propia obra. El copyright es el monopolio de la explotación de los productos culturales y como todo monopolio impide la competencia que podría traer alguna baja en el precio sideral de los libros, cosa particularmente grave en un país como el nuestro donde la gran mayoría de los libros de filosofía están patentados por corporaciones extranjeras con lo cual hay que pagarlos a precio de oro.
Es hora de preguntarnos qué es más importante, si la ganancia de algunos empresarios multinacionales que no quieren amoldarse a los tiempos que corren y a los nuevos esquemas de negocios que estos platean, o la necesidades urgentes que tienen Argentina y Sur América toda en cuestión de educación y cultura. Sobre todo cuando se cuenta ya con un medio técnico para la difusión libre y gratuita del conocimiento. Intentar, como se intenta cada vez más, privatizar la web es un crimen del cual, con justa razón, nos acusarán las generaciones venideras.

Nadie subraya que es imposible el trabajo académico sin computadora, lo que implica sin la digitalización de los textos con los cuales se trabaja. Los libros de papel son muy útiles al leer una novela. Pero a la hora de escribir artículos de Filosofía, los libros de papel se convierten en un anacrónico estorbo. Así que me vi abocado a buscar esos textos digitalizados, corregirlos, hacerlos legibles, modificando algunas traducciones que de tan malas se vuelven incomprensibles y esto no sólo pasa con las ediciones “truchas”, ediciones carísimas de “prestigiosos” editoriales extranjeros nos obligan a manejarnos con verdaderas estafas al consumidor que terminan traicionando de la peor forma al autor que se dice defender, porque la culpa de que no haya nuevas y buenas traducciones es también, en numerosos casos, culpa del monopolio al que nos somete el copyright. Sólo puede hacer una nueva traducción el dueño del copyright al que lo que le importa no es, en la mayoría de los casos, la calidad de su producto, sino la ganancia que pueda sacar de lo que para él es una simple mercancía.
Por eso no he mencionado aún la palabra “Derecho de autor” porque el derecho del autor no tiene nada que ver con el derecho de copia. Que un autor pueda ser leído libremente, pueda ser encontrado, consultado, difundido, en un lugar que ofrece un mínimo de calidad sobre lo que publica, que no sólo reúne, recopila información sino que la ordena, que al ser un medio digital permite hacer búsquedas de conceptos en casi toda la obra escrita de ese autor, un lugar así es un derecho que todo autor debería tener. Derrida y Heidegger los tenían en la web, las corporaciones que viven a costa de ellos han terminado con estos derechos de estos autores, para hacer valer sus patentes y sus propiedades. Y esto si podríamos compararlo con un acto de piratería: un fabricante de libros de papel se da el lujo de hacer desaparecer del patrimonio público, del espacio público de la red dos bibliotecas enteras sobre dos de los filósofos más importantes del siglo que terminó, han hundido tirando debajo de la línea de flotación el barco que transmitía la obra de Derrida y Heidegger, barco en el que ellos, por cierto, no contribuyeron para nada en su construcción.
Este criterio de selección me parece importante y me parece que es algo que molesta mucho a las editoriales multinacionales, a las embajadas neocoloniales y a las corporaciones de editores. Al fin y al cabo se supone o se suponía que ellos estaban o están dotados del poder de decidir que debía ser difundido y que no. Este poder, este capital simbólico es al fin y al cabo capital al que ninguna corporación en su afán de lucro y poder, quiere renunciar.
Lo paradójico es que estas corporaciones amparadas por el poder y el dinero defienden formas de distribución que el mismo sistema económico y legal que les da la pequeña satisfacción de cerrar un lugar de difusión cultural libre y gratuito, los condena por otra parte a la desaparición. No soy yo el enemigo de las editoras de papel, es el progreso técnico impulsado por el mismo capitalismo el que ha vuelto ineficaz y obsoleto su negocio, con lo cual cada vez más estos señores van a necesitar para sobrevivir de la ampliación de sus patentes y sus monopolios, como ya podemos ver que pasa en España donde hay que pagarles una suma a estos patrones cada vez que uno quiere comprarse un artículo informático. Para defender la cultura, dicen, mientras la asesinan.
—¿Tiene idea de cuántos visitas registraban sus páginas?
—El sitio de Nietzsche registra al día de hoy más de 5 millones de visitas. Los sitios de Heidegger y Derrida estaban arriba del 1,3 millones, lo que para webs especializadas en Filosofía creo que no está nada mal. Ahora toda esta gente, estudiantes, profesores, amantes de la filosofía, se han quedado sin la posibilidad de acceder a estos textos y producir así, a partir de ellos y de su herencia, nuevo conocimiento. El copyright lejos de promover la cultura como dice la propaganda, en este caso al menos se comporta de manera barbárica.
—¿Cómo se inició la causa en la que ahora usted quedó involucrado?
—La editorial francesa Minuit llamó a la embajada de Francia, ésta llamó a la Cámara Argentina (o francesa, ya no sé) del Libro y ésta denunció los sitios ante la Justicia argentina. Parece un acto de colonialismo cultural, ¿no?
—¿Usted tuvo algún aviso previo? ¿De qué modo se enteró que estaba siendo investigado?
—No tuve ni antes ni ahora ninguna llamada, ni de la Embajada, ni de la Cámara.
Una noche después de cenar ya por irnos a acostar, sentimos, mi mujer y yo un timbrazo en el portero eléctrico seguido casi inmediatamente por una serie frenética de golpes en la puerta, abro y se me aparecen dos agentes del orden preguntándome si era Potel y mostrándome un papelito que no querían darme, en el papelito pude ver que decía un numero de causa y la palabra “criminal”. En medio de tan grata visita les pregunté a los señores qué causa era esa y qué quería decir el numerito: “Usted sabrá en qué anda”, me contestó el servidor público. Algunas cosas no cambian nunca.
—¿Usted tiene sus teléfonos y cuentas de mail pinchados?
—Creo y confío en que no, pero esas son las medidas que pidió la Fiscalía, con el objetivo, al parecer, de probar algo que todo el mundo sabe: que yo soy el autor de esas páginas.
—¿Qué hizo con sus sitios?
—Los desactivé preventivamente, hasta que se decida la suerte de este proceso.

textual
“Si amamos la filosofía, no podemos dejar que nos arrebaten de la web, lo que construímos. Cada vez queda menos aire, cada vez nuevas y gigantescas corporaciones controlan todos y cada uno de nuestros pasos, para vendernos baratijas y Dios sabe qué otra canallada más. Somos nosotros, cada uno de nosotros los únicos que podemos defender la difusión de la cultura en la web, difusión gratuita y sin imposiciones de Tutores y Encargados. Como decía el viejo filósofo alemán Immanuel Kant: ‘¡Sapere Aude!’ (Atrévete a saber). He aquí la bandera de la Ilustración”.
Horacio Potel

La Ley Noble
La Ley 11.723 de Propiedad Intelectual fue sancionada en 1933, luego de ser promovida por el diputado socialista Roberto Noble, quien 12 años después fundó el diario Clarín. El profesor Potel queda atrapado en el inciso “a” del Artículo 72 de la norma, que sanciona a quien “edite, venda o reproduzca por cualquier medio o instrumento, una obra inédita o publicada sin autorización de su autor o derechohabientes”. Este delito, según la ley, “será reprimido con prisión de un mes a seis años”, como establece el artículo 172 del Código Penal.
En la página de la Fundación Vía Libre, que trabaja sobre temas vinculados a las nuevas tecnologías y los derechos ciudadanos, realizan el siguiente análisis sobre la causa: “La demanda carece de mérito en el caso de Nietzsche, ya que éste murió en 1900, y por lo tanto los derechos comerciales sobre su obra expiraron en 1970, y es probable que el aspecto penal de la querella no prospere porque para que lo haga deberían demostrar intención de dolo, pero tanto en el caso de Heidegger (1889-1976) como el de Derrida (1930-2004), la publicación de obras de estos autores sin autorización de los titulares del derecho de autor puede ser vista, efectivamente, como una violación de la letra de la ley 11.723. Para un juez, este hecho probablemente baste para considerarlo culpable, al menos en el fuero civil. Es posible, incluso, que un juez no tenga más remedio que declararlo culpable, ya que su función es aplicar la ley, y no cuestionarla”.
Poco hay que decir para observar que la ley fue pensada para un mundo muy distinto al actual, cuando los medios de comunicación masivos eran solamente la radio y los diarios. La irrupción de los medios digitales obliga de manera ineludible a repensar la legislación.

http://www.unoentrerios.com.ar/noticias_impresas/nota.php?id=11871

lunes, 13 de abril de 2009

Cierta posibilidad imposible de decir el acontecimiento


Cierta posibilidad imposible de decir el acontecimiento
Jacques Derrida
Palabras de Jacques Derrida en el seminario: «Decir el acontecimiento ¿es posible?», realizado en el Centro Canadiense de Arquitectura, el 1º de abril de 1997. Traducción de Julián Santos Guerrero. Edición digital de Derrida en castellano





[La primera apertura del seminario acaba de terminar con la lectura de «Del acontecimiento desde la noche».]



Jacques DerridaGracias. Les tranquilizo, lo que voy a decir será mucho más incompleto y expuesto que la bella conferencia de Gad Soussana. Voy, antes de balbucir algunas palabras, a asociarme a los agradecimientos que ya han sido expresados, y decir a Phyllis Lambert[i] y a todos nuestros anfitriones, hasta qué punto les estoy agradecido por la hospitalidad con la que me honran. Muy pocas cosas han sido convenidas entre nosotros, en todo caso que yo intente decir algunas palabras después de Gad Soussana, que pase la palabra a Alexis Nouss, y que a continuación la vuelva a tomar de manera un poco más duradera. Voy a intentar cumplir con ese primer tiempo de palabras prometidas para decir unas cosas muy simples.

Conviene recordar que un acontecimiento supone la sorpresa, la exposición, lo inanticipable, y que entre nosotros habíamos convenido esto, que el título de la sesión, de la discusión, fuera elegido por los amigos que me rodean. Aprovecho esta ocasión para decir también que es en razón de amistad por lo que consideré deber aceptar exponerme así, de amistad no sólo para aquellos que me rodean, sino para con mis amigos de Quebec; algunos, que no he vuelto a ver desde hace mucho tiempo, están aquí en la sala, les saludo. Quería que este encuentro abierto, improvisado en gran medida, fuese de este modo inscripto bajo el signo del acontecimiento de la amistad. Lo que desde luego, supone la amistad, pero también la sorpresa y lo inanticipable. Estaba entendido que el título sería elegido por Gad Sossana y Alexis Nouss, y que yo intentaría bien que mal exponer no unas respuestas, sino unas reflexiones improvisadas. Es evidente que si hay acontecimiento, es preciso que jamás sea predicho, programado, ni siquiera verdaderamente decidido.

Aquí, se trata simplemente de un pretexto para hablar juntos, tal vez hablar para no decir nada, hablar, dirigirse al otro allí donde lo que se dice cuenta menos que el hecho de que se hable al otro. La frase que constituye la cuestión y que forma el título «Decir el acontecimiento, ¿es posible?», es una pregunta. Tiene la forma de una interrogación. Es una pregunta en cinco o seis palabras. Hay un nombre, el acontecimiento, hay dos verbos, decir y «es ello»; «es», éste no es cualquier verbo, cualquier modo; y además hay un adjetivo, «posible»: «¿es posible?». Mi primera inquietud concernía a la cuestión de saber sobre cuál de esas palabras hacer recaer la insistencia. Antes incluso de preguntarme si hay o no acontecimientos indecibles —y en el curso de su bella reflexión sobre Rilke, Gad Sossana nos ha dicho mucho a este respecto— antes incluso, por tanto, de preguntarme aquello en el «discurso sin arte y hecho con las primeras palabras que vengan» que define mi condición, me preguntaba si la primera cosa de esa frase sobre la cual era preciso hacer recaer la cuestión, no era precisamente la cuestión. Por el hecho de que se trata de la cuestión, de la modalidad cuestionante de esa frase. Aquí, voy a ser muy breve. No hago sino abrir una o dos avenidas y en ellas me comprometeré después de que Alexis Nouss haya hablado.

Hay dos direcciones en esta frase, «Decir el acontecimiento, ¿es posible?». Ese punto de interrogación lo percibo en la apertura de dos posibilidades. Por una parte, la de la filosofía. Estamos aquí en un lugar dedicado a la arquitectura y ustedes saben cuales son las afinidades desde siempre entre la arquitectura, la arquitectónica y la filosofía. La cuestión ha estado mucho tiempo determinada, desde siempre sin duda, como la actitud filosófica misma. Una cuestión como «Decir el acontecimiento, ¿es posible?», nos instala verdaderamente en una actitud filosófica. Hablamos como filósofos. Sólo un filósofo, sea o no filósofo de profesión, puede plantear semejante cuestión, a la espera de que alguien esté atento a ello.

«Decir el acontecimiento, ¿es posible?». Entonces, a la cuestión lo que quiero responder es «sí», simplemente. No «sí» el acontecimiento, «sí» decir el acontecimiento es posible; quiero decirles «sí» como signo de agradecimiento, antes que nada. La filosofía se ha pensado siempre a sí misma como arte, experiencia, historia de la cuestión. Los filósofos, incluso cuando no están de acuerdo sobre nada, dicen al final: «sí, pero finalmente somos gentes que hacen preguntas; estemos al menos de acuerdo en eso, queremos salvar la ocasión de la cuestión». Esto comenzó con Platón y llega hasta lo que justamente cierto Heidegger, y aun otros en nuestros tiempos, hayan reflexionado a propósito de que antes de la cuestión —el «antes» aquí no es cronológico, es un «antes» antes del tiempo—, que antes, pues, de la cuestión, había una posibilidad que era la de cierto «sí», de cierta aquiescencia. Heidegger a su manera dijo un día, muy tarde en su vida, que si había dicho anteriormente que el cuestionamiento (Fragen) o la cuestión (Frage) era la piedad del pensamiento (Frömmigkeit des Denkens), y bien, él debería haber dicho, sin contradecirse, que «antes» de la cuestión había eso que él llama la aquiescencia (Zusage). Una especie de consentimiento, de afirmación. No la afirmación dogmática que resiste a la cuestión. Sino «sí» para que una cuestión se plantee, para que una cuestión se dirija a alguien, para que yo les hable a ustedes, porque he dicho que en el fondo estoy aquí para hablarles, para dirigirles la palabra, incluso si es para no decir nada. Cuando nos dirigimos a alguien, aunque sea para dirigirle una pregunta, es preciso, antes de la cuestión, que haya una aquiescencia, a saber: «yo te hablo, sí, sí, bienvenido, yo te hablo, estoy ahí, tú estás ahí, ¡saludos!». Ese «sí» antes de la cuestión, con un «antes» que no es lógico o cronológico, habita la cuestión misma, ese «sí» no es cuestionante.

Hay, pues, en el corazón de la cuestión cierto «sí», un «sí» a, un «sí» al otro que quizás no se halle sin relación con un «sí» al acontecimiento, es decir, un «sí» a lo que viene, al dejar venir. El acontecimiento es también lo que viene, lo que llega u ocurre. Hoy se va a hablar mucho del acontecimiento como lo que viene o lo que llega. Hay un «sí» al acontecimiento o al otro, o al acontecimiento como otro o venida de lo otro, del que podemos preguntarnos si, precisamente, eso se dice, si ese «sí» se dice o no. Están entonces, entre todas las gentes que han hablado de ese «sí» originario, Levinas y Rosenzweig.

Rosenzweig decía que el «sí» es una palabra archioriginaria; incluso allí donde el «sí» no es pronunciado hay «sí». Hay «sí» silencioso o indecible que debe oírse en toda frase. Una frase comienza por decir «sí». Incluso las frases más negativas, la más críticas, las más destructivas implican ese «sí». Querría por tanto suspender el punto de interrogación de esa cuestión «Decir el acontecimiento, ¿es posible?» en ese «sí», en la ocasión o en la amenaza, por otra parte, de ese «sí». Un primer «sí», y además otro «sí»; por mi parte, pero no quiero hablar de mí esta tarde, me ha interesado mucho y he intentado interpretar ese Zusage de Heidegger. Me he implicado mucho en la cuestión de ese «sí», de ese «sí» antes, antes del «no» en cierto modo. Querría hacer otra referencia para hablar de otro «sí a», que oigo resonar del lado de Levinas, del cual ha hablado usted también. Asimismo me refiero a Levinas para establecer un eco con lo que usted ha dicho. Levinas, voy a estar obligado a ir muy deprisa, —vamos muy deprisa por definición; por otra parte, el acontecimiento es lo que va muy deprisa, no hay acontecimiento sino allí donde ello no espera, donde no se puede ya esperar, donde la venida de lo que llega interrumpe la espera; por tanto, es preciso ir deprisa—, Levinas, durante mucho tiempo, definió el origen de la ética como cara a cara con el otro, en una situación casi dual.

Hace un momento ha hablado usted de una bellísima frase de Hegel que evoca el abismo de las miradas que se cruzan cuando veo al otro verme, cuando el ojo del otro no es ya sólo un ojo visible sino un ojo vidente, y que estoy ciego para el ojo vidente del otro. Levinas, por su parte, define la relación con la ética como cara a cara con el otro y, además debió convenir también que en el duelo ético del cara a cara con el otro, el tercero está ahí. Y el tercero no es alguien, una tercera persona, un testis, un testigo que viene a añadirse a lo dual. El tercero está ya siempre ahí, en lo dual, en el cara a cara. Levinas dice que ese tercero, la venida siempre ya ocurrida o llegada de ese tercero, es el origen o más bien el nacimiento de la cuestión. Con el tercero aparece la apelación a la justicia como cuestión. El tercero es aquel que me cuestiona en el cara a cara, que de repente me hace sentir que lo ético como cara a cara corre el riesgo de ser injusto si yo no tomo en cuenta al tercero que es lo otro del otro. La cuestión, el nacimiento de la cuestión no forma sino una unidad, según Levinas, con lo que me pone en cuestión en la justicia, y el «sí» al otro está implicado en el nacimiento de la cuestión como justicia. Quisiera que ahora después, cuando volvamos a hablar del acontecimiento y nos preguntemos si su decir es posible, esta evocación de la cuestión del tercero y de la justicia no esté ausente. Por consiguiente, me preguntaba sobre qué hacer recaer la insistencia en esa frase «Decir el acontecimiento, ¿es posible?». Acabo de decir que sobre ninguna palabra, sólo sobre el punto de interrogación, sobre la modalidad de la frase: es una pregunta. ¿Qué quiere decir una pregunta? ¿Cuál es la relación entre la pregunta y el «sí»? Pero si debo decir algo más acerca de ello, es decir, no contentarme con insistir en el suspenso del punto de interrogación, entonces es preciso que elija una palabra en esa frase, y he dicho que había cinco o seis palabras, si se dejan caer los artículos, un nombre, dos verbos y un adjetivo.

Cuando se dirige una pregunta a alguien siempre hay, usted lo ha señalado muy bien, el riesgo de que la respuesta esté ya insinuada en la forma misma de la cuestión. Hay en ese sentido una violencia de la cuestión, en tanto que ella impone de antemano, preimpone una respuesta posible. La justicia implica que aquél a quien se plantea una cuestión la vuelva y pregunte al otro: «Qué quieres decir?, antes de responder quiero saber lo que quieres decir, lo que tu pregunta quiere decir.» Eso supone que se haga más de una frase, que se encuadre la cuestión, y ahí ustedes saben que mi improvisación está fuertemente encuadrada por unos amigos que han, ellos, preparado sus discursos. ¿Qué quieres decir?», esto es en el fondo lo que les pregunto.

Ellos me han traído aquí para hablar de eso, «qué quieren decir?». Y anuncio lo que voy a hacer ahí dentro. Voy a interesarme por todas esas palabras, por supuesto, cuando retome la palabra, pero he elegido, y volveré a ello inmediatamente, hacer recaer el acento más insistente sobre la palabra «posible». Se volverá, pues, a hablar de «decir», de «acontecimiento», de «es que», pero sobre todo de «posible», que muy rápidamente convertiré en «imposible». Diré, intentaré mostrar inmediatamente, en qué la imposibilidad, cierta imposibilidad de decir el acontecimiento, o cierta posibilidad imposible de decir el acontecimiento, nos obliga a pensar de otro modo, no solamente lo que quiere decir «decir», lo que quiere decir «acontecimiento», sino lo que quiere decir posible en la historia de la filosofía. Dicho de otro modo, intentaré explicar por qué y cómo entiendo la palabra «posible» en esa frase en la que ese «posible» no es simplemente «diferente de» o lo «contrario de» «imposible», por qué aquí «posible» e «imposible» quieren decir lo mismo. Pero ahí voy a pedirles que esperen un poquito e intentaré esta explicación en breve.



[«Habla sin voz» acaba de ser pronunciada por Alexis Nouss, marcando la segunda apertura de la cuestión del seminario]



No les sorprenderé diciendo que me siento indefenso después de otra conferencia tan intimidante y bella. En el tiempo que me queda es preciso que no sea yo el último en hablar. Esto se llama también «seminario», es decir, que es necesario que guardemos el tiempo de las preguntas para ser, como se dice, «interactivos». Aunque todo haya sido dicho, en el tiempo de un post-scriptum voy a añadir algo si ustedes me lo permiten. Le estoy muy agradecido por lo que usted ha dicho. Los nombres de algunos que han sido pronunciados aquí deben velar sobre nuestra reflexión del decir y del acontecimiento: pienso también en Rilke, en Celan, y en algunos de mis amigos muertos o vivos, Deleuze, Barthes, Sara Kofman. Me ha emocionado mucho el que usted les haya nombrado, a Blanchot también.

Ahora voy a volver a una improvisación prosaica, ustedes me perdonarán por intentar apresurarme hacia la cuestión que ya ha sido muy sobreelaborada por mis predecesores. He dicho que había muchas direcciones por abrir tras la cuestión «Decir el acontecimiento, ¿es posible?». He hablado de la pregunta misma, del punto de interrogación, de la modalidad cuestionante. Ahora querría hablar de lo que «decir» puede poder decir tratándose del acontecimiento. Hay al menos dos maneras de determinar el decir en cuanto al acontecimiento. Al menos dos. Decir, esto puede querer decir hablar —¿Hay un habla sin voz?, ¿hay también un habla sin decir o un decir sin habla?—, enunciar, referirse a, nombrar, describir, hacer saber, informar. En efecto, la primera modalidad o determinación del decir es un decir de saber: decir lo que es. Decir el acontecimiento es también decir lo que ocurre, e intentar decir lo que está en el presente y ocurre en el presente, por lo tanto, decir lo que es, lo que viene, lo que llega u ocurre, lo que pasa. Es un decir que está próximo al saber y a la información, al enunciado que dice algo acerca de algo. Y además, hay un decir que hace diciendo, un decir que hace, que opera. Esta mañana veía la televisión —voy a hablar de la televisión, de las informaciones, porque también se trata de la cuestión de la información, del saber como información— viendo cierta secuencia de información quebequesa, he recalado en una pequeña secuencia al respecto de René Lévesque, un documento de archivo, sinopsis en la cual se veía al ascenso de René Lévesque, su acción y su fracaso relativo, y lo que pasó antes y después del fracaso. La fórmula del periodista o de la persona que presentaba la emisión era: «después de haber producido el acontecimiento, René Lévesque ha debido comentar el acontecimiento». Cuando se retiró habló sobre el acontecimiento, mientras que anteriormente él lo había hecho concretamente mediante su habla. Y como ustedes saben (no quiero darles un curso sobre lo constatativo y lo performativo), hay un habla que se llama constatativa, que es teórica, que consiste en decir lo que es, en describir o en constatar lo que es, y hay un habla que se llama performativa, y que hace hablando. Cuando prometo, por ejemplo, no digo un acontecimiento, hago el acontecimiento mediante mi compromiso, prometo o digo. Digo «sí», he comenzado por «sí» hace un instante. El «sí» es performativo. El ejemplo del matrimonio es el que se cita siempre cuando se habla del performativo: «¿Toma usted por esposo, por esposa a X...? — Sí». El «sí» no dice el acontecimiento, hace el acontecimiento, constituye el acontecimiento. Es un habla-acontecimiento, es un decir-acontecimiento.

Hay en ello dos grandes direcciones clásicas. Incluso si (como es mi caso) no se suscribe hasta el final esa oposición que actualmente es canónica, se puede en todo caso, en un primer momento, concederle crédito para intentar poner un poco de orden en las cuestiones que tenemos que tratar. Tomemos en primer lugar el decir en su función de saber, de constatación, de información.

Decir el acontecimiento es decir lo que es, por consiguiente las cosas tal y como se presentan, los acontecimientos históricos tal y como tienen lugar, es la cuestión de la información. Como hace un instante lo ha sugerido usted muy bien, incluso lo ha demostrado, parece que ese decir del acontecimiento como enunciado de saber o de información, decir cognitivo en cierto modo, de descripción, ese decir del acontecimiento es en cierta manera siempre problemático, porque en razón de su estructura de decir el decir viene después del acontecimiento. Por otra parte, a causa del hecho de que en cuanto decir, y por tanto estructura de lenguaje, resulta abocado a cierta generalidad, a cierta iterabilidad, a cierta repetibilidad, siempre falta la singularidad del acontecimiento. Uno de los rasgos del acontecimiento es no sólo que viene como aquello que es imprevisible, lo que viene a desgarrar el curso ordinario de la historia, sino también que es absolutamente singular. Ahora bien, el decir del acontecimiento, el decir de saber en cuanto al acontecimiento adolece, en cierto modo a priori y desde el inicio, de la singularidad del acontecimiento, y ello por el simple hecho de que viene después y de que pierde la singularidad en una generalidad. Pero hay algo más grave si se quiere no obstante estar atento a las dimensiones políticas, y ustedes ambos lo han recordado de manera muy grave, cuando se habla del decir del acontecimiento bajo la forma de la información. La primera imagen que viene a la mente con respecto al decir del acontecimiento es lo que se despliega desde hace mucho tiempo, pero en particular en la modernidad, como relación de los acontecimiento, la información. La televisión, la radio, los periódicos, nos cuentan acontecimientos, nos dicen lo que ha pasado o lo que está pasando. Se tiene la impresión de que el despliegue, los progresos extraordinarios de las máquinas de información, máquinas propias para decir el acontecimiento, deberían en cierta forma acrecentar los poderes del habla en lo relativo al acontecimiento, los del habla de información.

Ahora bien, recordaré con una palabra —es una evidencia—, que ese pretendido decir del acontecimiento, incluso esa mostración del acontecimiento, no es nunca naturalmente a la medida del acontecimiento, no es nunca fiable a posteriori.

A medida incluso que se desarrolla la capacidad de decir inmediatamente, de mostrar inmediatamente el acontecimiento, se sabe que la técnica del decir y del mostrar interviene e interpreta, selecciona, filtra y por consiguiente hace el acontecimiento. Cuando se pretende hoy mostrarnos «live», en directo, lo que ocurre, el acontecimiento que tiene lugar en la Guerra del Golfo, se sabe que por más directo, por más aparentemente inmediatos que sean el discurso y la imagen, técnicas extremadamente sofisticadas de captura, de proyección y de filtrado de la imagen permiten en un segundo encuadrar, seleccionar, interpretar y hacer que lo que nos es mostrado en directo sea ya no un decir o un mostrar del acontecimiento, sino una producción del acontecimiento. Una interpretación hace lo que ella dice: mientras que pretende simplemente enunciar, mostrar y dar a conocer; de hecho, ella produce, es ya en cierto modo performativa. De manera naturalmente no dicha, no confesada, no declarada, se hace pasar un decir del acontecimiento, un decir que hace el acontecimiento por un decir del acontecimiento. La vigilancia política que esto reclama de nuestra parte consiste evidentemente en organizar un conocimiento crítico de todos los aparatos que pretenden decir el acontecimiento allí donde se hace el acontecimiento, donde se le interpreta y donde se le produce.

Esta vigilancia crítica al respecto de todas esas modalidades del decir-el-acontecimiento, no debe recaer solamente sobre los técnicos que operan en los estudios donde se sabe que hay veinticinco cámaras y que en un segundo se puede encuadrar una imagen, pedir a los periodistas que capten esto en vez de aquello. Nuestra vigilancia debe recaer también sobre las enormes máquinas de información, de apropiación de las cadenas televisivas.

Estas apropiaciones no son solamente nacionales. Son internacionales, transestatales y dominan también el decir del acontecimiento, ellas concentran sus poderes en lugares que debemos aprender a analizar, incluso a discutir o transformar a nuestra vez. Tenemos ahí un enorme campo de análisis y de crítica en lo referente al decir que hace el acontecimiento, ahí donde él pretende simplemente enunciarlo, describirlo o contarlo. Un hacer el acontecimiento sustituye clandestinamente a un decir el acontecimiento. Esto nos pone sobre el camino evidentemente de esa otra dimensión del decir el acontecimiento que, a su vez, se anuncia como propiamente performativa: todos esos modos de hablas donde hablar no consiste en hacer saber, en contar algo, en relatar, en describir, en constatar, sino en hacer ocurrir mediante la palabra. Así pues, podría darse un gran número de ejemplos. Se entiende que debemos discutir, no quiero retener la palabra demasiado tiempo; voy simplemente a indicar algunos puntos de referencia para un análisis posible de ese decir el acontecimiento que consiste en hacer el acontecimiento, en hacer ocurrir, y en la imposibilidad que se aloja en esa posibilidad.

Tomemos tres o cuatro ejemplos. Tomemos el ejemplo de la confesión: una confesión no consiste simplemente en decir lo que ha pasado. Si por ejemplo yo he cometido un crimen, el hecho de que vaya a decir a la policía «he cometido un crimen», no constituye en sí una confesión. No llega a ser una confesión más que cuando, más allá de la operación que consiste en hacer saber, confieso que soy culpable. Dicho de otro modo, en la confesión no hay simplemente un hacer saber lo que ha pasado; puedo muy bien informar a alguien de una falta sin declararme culpable. En la confesión hay algo distinto al hacer saber, al decir constatativo o cognitivo del acontecimiento. Hay una transformación de mi relación con el otro, donde me presento como culpable y digo: «soy culpable, no solamente te hago saber esto, sino que declaro que soy culpable de ello».

San Agustín en sus Confesiones preguntaba a Dios, «¿Por qué cuando Tú lo sabes todo, tengo aún que confesarme a Ti?» Tú sabes todas mis faltas, Tú eres omnisciente». Dicho de otro modo, la confesión no consiste en dar a conocer a Dios lo que Él sabe. No se trata de un enunciado de saber que informara a Dios de mis pecados. Se trata en la confesión de transformar mi relación con el otro, de transformarme a mí mismo confesando mi culpabilidad. Dicho de otro modo, en la confesión hay un decir del acontecimiento de lo que ha ocurrido, que produce una transformación, que produce otro acontecimiento y que no es simplemente un decir de saber. Cada vez que el decir-el-acontecimiento desborda esa dimensión de información, de saber, de cognición, ese decir-el-acontecimiento se compromete en la noche —usted ha hablado mucho de la noche—, en la noche de un no saber, de algo que no es simplemente relativo a la ignorancia, sino a otro orden que ya no pertenece al orden del saber. Un no saber que no es una deficiencia, que no es simplemente oscurantismo, ignorancia, no-ciencia. Simplemente es algo heterogéneo al saber. Un decir-el-acontecimiento, un decir que hace el acontecimiento más allá del saber. Ese decir lo encontramos en muchas experiencias en las que finalmente la posibilidad de que advenga tal o cual acontecimiento se anuncia como imposible.

Voy a tomar algunos ejemplos. Algunos de ellos me han retenido en algunos textos publicados y otros no. Tomo el ejemplo del don. El don debería ser un acontecimiento. Debe ocurrir como una sorpresa venida del otro o venida al otro, debe desbordar el círculo económico del intercambio. Para que un don sea posible, para que un acontecimiento de don sea posible, es preciso en cierto modo que se anuncie como imposible. ¿Por qué? Si doy al otro en agradecimiento en intercambio, el don no tiene lugar. Si, por otra parte, espero del otro que me agradezca, que reconozca mi don y que de una forma u otra, simbólicamente o materialmente o físicamente, me devuelva algo en contrapartida, tampoco hay don. Incluso si el agradecimiento es puramente simbólico, el agradecimiento anula el don. Es preciso que el don se lleve más allá del agradecimiento. Es necesario incluso, en cierta manera, que el otro no sepa que yo le doy para que él pueda recibir, porque desde el instante que él sepa, está en el círculo del agradecimiento y de la gratitud, él anula el don. De igual modo, en el límite es preciso que yo mismo no sepa que doy. Si sé que doy, me digo «así es, yo dono, yo hago un presente», —y ustedes saben el vínculo que hay entre presente y acontecimiento— yo hago un presente. Si me presento como donante me felicito ya a mí mismo, me lo agradezco, me gratifico a mi mismo por el don y, por consiguiente, la simple consciencia del don anula el don. Sería suficiente con que el don se presentara como don al otro o a mí mismo, que se presentara como tal, ya al destinatario ya al donante, para que el don fuera inmediatamente anulado. Lo que quiere decir, para ir más deprisa, que el don como don sólo es posible ahí donde parece imposible. Es preciso que el don no aparezca como tal para que tenga lugar. Pero jamás se sabrá si tiene lugar. Jamás nadie podrá decir, con un criterio de conocimiento satisfactorio, «tal don ha tenido lugar», o bien «yo he dado», «he recibido». Por tanto el don, si lo hay, si es posible, debe aparecer como imposible. Y dar, por consiguiente, es hacer lo imposible. El acontecimiento del don no debe poder ser dicho; desde el momento en que se dice, se destruye. Dicho de otra manera, la medida de la posibilidad del acontecimiento es dada por su imposibilidad. El don es imposible, no puede ser posible sino como imposible. No hay acontecimiento que tenga mayor carácter de acontecimiento que un don que rompe el intercambio, el curso de la historia, el círculo de la economía. No hay posibilidad de don que no se presente como no presentándose, es lo imposible mismo.

Tomen una palabra muy cercana al don, el perdón. El perdón es también un don. Si perdono solamente aquello que es perdonable, no perdono nada. Alguien ha cometido una falta, una ofensa o uno de los crímenes abominables que han sido evocados hace un momento, los campos, un crimen sin medida ha sido cometido. Yo no puedo perdonarlo. Si perdono lo que sólo es venial, es decir, excusable, perdonable, ligera falta, falta comedida y mensurable, determinada y limitada, en ese momento, no perdono nada. Si perdono porque es perdonable, porque es fácil de perdonar, no perdono. No puedo, pues, perdonar, si perdono, sino allí donde hay algo imperdonable. Allí donde no es posible perdonar. Dicho de otra manera, el perdón, si lo hay, debe perdonar lo que es imperdonable, de otro modo eso no es un perdón. El perdón, si es posible, no puede advenir sino como imposible. Pero esa imposibilidad no es simplemente negativa. Ello quiere decir que es preciso hacer lo imposible. El acontecimiento, si lo hay, consiste en hacer lo imposible. Pero cuando alguien hace lo imposible, si alguien hace lo imposible, nadie, comenzando por el autor de esa acción, puede estar en condiciones de ajustar un decir teórico, asegurado por sí mismo, a ese acontecimiento y decir: «esto ha tenido lugar» o «el perdón a tenido lugar» o «yo he perdonado». Una frase tal como «yo perdono» o «yo he perdonado» es absurda, y antes que nada es obscena. ¿Cómo puedo estar seguro de que tengo el derecho de perdonar, y que he perdonado efectivamente y no más bien olvidado, descuidado, reducido lo imperdonable a una falta perdonable? No debo poder decir «yo perdono», así como tampoco debería poder decir «yo dono». Son frases imposibles. Siempre puedo decirlo, pero cuando lo digo, traiciono incluso lo que querría decir. No digo nada. Nunca debería poder decir «yo doy» o «yo perdono».

Por consiguiente, el don o el perdón, si los hay, deben anunciarse como imposibles y deben desafiar todos los decires teóricos, cognitivos, todos los juicios del tipo: «esto es aquello», juicios del tipo «el perdón es», «yo soy perdonador», «el don está dado».

Tomo otro ejemplo que no hace mucho intenté desarrollar al respecto de la invención. Estamos aquí en un lugar de creación, de arte, de invención. La invención es un acontecimiento; por otra parte, incluso las palabras lo indican. Se trata de encontrar, de hacer venir, de hacer advenir lo que aún no estaba ahí. La invención, si es posible, no es una invención. ¿Qué quiere esto decir? Ven ustedes que me aproximo a esa cuestión de lo posible, que es la cuestión que nos reúne aquí. Si puedo inventar lo que invento, si soy capaz de inventar lo que invento, eso quiere decir que la invención sigue en cierta forma una potencialidad, un poder que está en mí, por lo tanto eso no aporta nada nuevo. Eso no hace acontecimiento. Soy capaz de hacer ocurrir eso y por consiguiente, el acontecimiento, lo que ocurre ahí, no interrumpe nada, no es una sorpresa absoluta. Del mismo modo, cuando puedo donar: si dono lo que puedo dar, si doy lo que tengo y que puedo dar, no doy. Un rico que da lo que tiene, no da. Es preciso, como dicen Plotino, Heidegger y Lacan, dar lo que no se tiene. Si se da lo que se tiene, no se da. De la misma forma si yo invento lo que puedo inventar, lo que me es posible inventar, no invento. Igualmente ocurre en un análisis epistemológico, o de historia de las ciencias y de las técnicas, cuando se analiza un campo en el cual una invención es posible, una invención teórica, matemática o técnica, se analiza un campo que puede ser aquel que puede nombrarse paradigma con el uno o episteme con el otro, o aun configuración. Si esa invención es hecha posible por la estructura de un campo (en tal momento tal invención arquitectónica es hecha posible porque el estado de la sociedad, de la historia de la arquitectura, de la teoría arquitectónica, hacía eso posible), esa invención no es una invención. Precisamente porque es posible. No hace sino desplegar, explicitar un posible, una potencialidad que está ya presente; por lo tanto no hace acontecimiento. Para que haya acontecimiento de invención es preciso que la invención aparezca como imposible; lo que no era posible llegue a ser posible. Dicho de otro modo, la única posibilidad de la invención es la invención de lo imposible. Este enunciado puede parecer un juego, una contradicción retórica. De hecho, su necesidad la creo muy irreductible. Si hay invención — puede que no haya nunca invención al igual que no hay nunca don o perdón— si hay invención ella no es posible sino a condición de ser imposible. Esta experiencia de lo imposible condiciona la acontecibilidad del acontecimiento. Lo que ocurre como acontecimiento, no debe ocurrir sino allí donde es imposible. Si fuera posible, si fuera previsible, es que aquello no ocurre.

Tomemos, este será mi último ejemplo antes de dejarles la palabra, el ejemplo de la hospitalidad, por la cual he comenzado agradeciendo a mis anfitriones. Ustedes han hablado del acontecimiento no sólo como de lo que ocurre, sino como de lo que llega, el arribante. El o lo arribante absoluto, es alguien que no debe ser solamente un huésped invitado que estoy preparado para acoger, que tengo la capacidad de acoger. Es alguien cuya venida inopinada, imprevisible, cuya visitación —y yo opondría aquí la visitación a la invitación— es una irrupción tal que no estoy siquiera preparado para acogerla. Es preciso que yo ni siquiera está preparado para acogerla, para que haya verdaderamente hospitalidad, y que no esté en condiciones no solamente de prever, sino de predefinir a aquel que viene, de preguntarle, como se hace en la frontera: «¿Cuál es tu nombre?, ¿tu ciudadanía? ¿De dónde vienes? ¿Qué vienes a hacer aquí? ¿Vas a trabajar?» El huésped absoluto es aquel arribante para el cual no hay siquiera horizonte de espera, aquel que, como se dice, destroza mi horizonte de espera, mientras que yo no estoy siquiera preparado para recibir a aquél a quien voy a recibir. Esto es la hospitalidad. La hospitalidad no consiste simplemente en recibir lo que se es capaz de recibir. Levinas dice en alguna parte que el sujeto es un anfitrión que debe acoger lo infinito más allá de su capacidad de acogida. Acoger más allá de su capacidad de acogida: eso quiere decir que debo recibir o que recibo allí donde no puedo recibir, allí donde la venida del otro me excede, parece más grande que mi casa, va a poner el desorden en mi casa, no puedo prever si el otro va a conducirse bien en mi casa, en mi ciudad, en mi Estado, en mi nación. El arribante no constituirá, pues, acontecimiento sino allí donde yo no soy capaz de acogerlo, donde lo acojo, precisamente, allí donde no soy capaz de ello. La llegada del o de lo arribante es lo otro absoluto que cae sobre mí. Insisto sobre la verticalidad de la cosa porque la sorpresa no pude venir más que de lo alto. Por ello cuando Levinas o Blanchot hablan de «Altísimo» no es simplemente un lenguaje religioso. Eso quiere decir que el acontecimiento en tanto que acontecimiento, en cuanto sorpresa absoluta, debe caerme encima. ¿Por qué? Porque si no me cae encima, quiere decir que lo veo venir, que hay un horizonte de espera. En la horizontal lo veo venir, lo pre-veo, lo pre-digo y el acontecimiento es lo que puede ser dicho, pero jamás predicho. Un acontecimiento predicho no es un acontecimiento. Me cae encima porque no lo veo venir. El acontecimiento, como el arribante, es lo que verticalmente me cae encima, sin que pueda verlo venir: el acontecimiento no puede aparecerme antes de llegar sino como imposible. Eso no quiere decir que no ocurra, que no lo haya; quiere decir que no puedo decirlo en un modo teórico, que no puedo tampoco pre-decirlo. Todo eso que concierne a la invención, a la arribancia [arrivance], al acontecimiento, puede permitir pensar que el decir queda o puede quedar desarmado, absolutamente desarmado por esa imposibilidad misma, desamparado ante la venida siempre única, excepcional e imprevisible del otro, del acontecimiento como otro: debo quedar absolutamente desarmado. Y sin embargo, ese desarme, esa vulnerabilidad, esa exposición no son nunca puros o absolutos. Decía hace un instante que el decir del acontecimiento suponía una especie de inevitable neutralización del acontecimiento por su iterabilidad, que el decir trae siempre en sí la posibilidad de volver a decir: se puede comprender una palabra únicamente porque puede ser repetida; desde el momento en que hablo me sirvo de palabras repetibles y la unicidad desaparece en esa iterabilidad. Del mismo modo, el acontecimiento no puede aparecer como tal, cuando aparece, sino siendo ya en su unicidad misma, repetible. Es esa idea, muy difícil de pensar, de la unicidad como inmediatamente iterable, de la singularidad en cuanto inmediatamente, como diría Levinas, comprometida en la sustitución, la sustitución no es simplemente el reemplazo de un único reemplazable: la sustitución reemplaza lo irreemplazable. Que haya inmediatamente, desde la primera mañana del decir o el primer surgimiento del acontecimiento, iterabilidad y retorno en la unicidad absoluta, en la singularidad absoluta, ello hace que la venida del arribante —o la venida del acontecimiento inaugural— no puede ser acogida sino como retorno, (re)aparición [revenance: venir de vuelta], (re)aparición espectral.

Aquí, si tuviésemos tiempo para ello, aunque podré volver a ello en la discusión, yo intentaría concordar ese motivo de la (re)aparición — que forma eco con lo que ya ha sido dicho del lado de Rilke, de Celan, de Primo Levi—, concordar pues lo que digo aquí de la (re)aparición, de la espectralidad, con esa experiencia de la imposibilidad que asedia lo posible. Incluso cuando algo ocurre como posible, cuando un acontecimiento ocurre como posible, el hecho de que eso deba haber sido imposible, que la invención posible deba haber sido imposible, esa imposibilidad continúa asediando la posibilidad. Mi relación con el acontecimiento es una relación tal que en la experiencia que tengo del acontecimiento, el hecho de que el acontecimiento haya sido imposible en su estructura, eso continúa asediando la posibilidad. Eso sigue siendo imposible, eso tal vez ha tenido lugar, pero sigue siendo imposible. Si he perdonado, sin saberlo, sin decirlo, sobre todo sin decirlo al otro, si he perdonado, es preciso que el perdón permanezca imposible, siga siendo el perdón de lo imperdonable. Si cuando perdono la falta, la herida, la lesión, la ofensa llega a ser perdonable porque he perdonado, se acabó, no hay ya perdón. Es preciso que lo imperdonable siga siendo imperdonable en el perdón, que la imposibilidad del perdón continúe asediando el perdón. Que la imposibilidad del don continúe asediando el don. Este asedio es la estructura espectral de esa experiencia del acontecimiento, le es absolutamente esencial.

Resulta que doy seminarios sobre la hospitalidad desde hace dos años en París. Hemos estudiado, concretamente desde el punto de vista antropológico, tales ritos de la hospitalidad de antiguas poblaciones de México donde a la llegada del otro, del huésped, las mujeres debían llorar. Habitualmente, en los ritos de la hospitalidad, cuando se recibe a alguien, se sonríe. Se debe sonreír, una risa o una sonrisa deben acompañar. No se recibe a alguien de forma hospitalaria con un rostro hostil o crispado, se debe sonreír. Allí las mujeres debían llorar a la llegada de los huéspedes, en este caso se trata de un francés, (son relatos de viaje de Jean de Lery). ¿Cómo interpretar esas lágrimas? Se dice que esas mujeres consideraban a los arribantes como (re)aparecidos, los muertos que volvían. Era preciso saludarlos como a (re)aparecidos mediante lágrimas de duelo. Entre la hospitalidad y el duelo hay cierta afinidad. Aquel que viene, incluso si lo acojo más allá de mi capacidad de acogida, debo saludarlo, saludar su venida —y lo que vale para el arribante vale para el acontecimiento—, como una vuelta. Eso no quiere decir que no sea nuevo. Es nuevo, la venida es absolutamente nueva. Pero la novedad de esa venida implica en sí misma el venir de vuelta, la (re)aparición. Cuando acojo al visitante, la visitación de un visitante inesperado, debe ser cada vez una experiencia única para que sea un acontecimiento único, imprevisible, singular, irreemplazable. Pero al mismo tiempo, desde el umbral de la casa y de la venida de lo irreemplazable, es preciso que la repetición esté presupuesta. Te acojo, eso quiere decir: «te prometo acogerte de nuevo». Si recibo a alguien diciendo: «bueno, que sea por esta vez, pero...» aquello no se mantiene. Es preciso que la repetición esté prometida. De igual modo que en el «sí», cuando digo «sí» a alguien, es preciso que la repetición del «sí» esté inmediatamente implicada. Cuando me caso digo «sí», por retomar el ejemplo del performativo, pero es necesario que en el «sí», singular, único, primero, esté implicado inmediatamente el que yo esté listo para confirmar el «sí», no solamente un segundo después, sino mañana, pasado mañana y hasta el final de la vida. Es preciso que la repetición del «sí» esté implicada desde el primer «sí». De igual manera, en la singularidad del acontecimiento, es necesario que la repetición esté ya en obra y que con la repetición, la borradura de la primera circunstancia esté ya comprometida; de ahí el duelo, lo póstumo, la pérdida que sellan el primer instante del acontecimiento como originario. El duelo está ahí. Las lágrimas no pueden dejar de mezclarse con la sonrisa de la hospitalidad. De algún modo la muerte forma parte de ello.

Para acabar, antes de dejarles la palabra, diría que esta reflexión sobre lo posible-imposible, «Decir el acontecimiento, ¿es posible?», el hecho de que sea preciso responder a la vez sí y no, posible, imposible, posible como imposible, debería comprometernos a repensar todo ese valor de posibilidad que marca nuestra tradición filosófica occidental. La historia de la filosofía es la historia de una reflexión en torno a lo que quiere decir posible, de lo que quiere decir ser y ser posible. Esta gran tradición de la dynamis, de la potencialidad, desde Aristóteles a Bergson, esta reflexión en filosofía trascendental sobre las condiciones de posibilidad, se encuentra afectada por la experiencia del acontecimiento en tanto que ella perturba la distinción entre lo posible y lo imposible, la oposición entre lo posible y lo imposible. Es preciso hablar aquí del acontecimiento im-posible. Un im-posible que no es solamente imposible, que no es solamente lo contrario de lo posible, que es también la condición o la ocasión de lo posible. Un im-posible que es la experiencia misma de lo posible. Para ello es preciso transformar el pensamiento, o la experiencia, o el decir de la experiencia de lo posible o de lo imposible. Creo que no es simplemente una tarea de especulación para filósofos profesionales. Creo que hoy, si se quiere, para volver a la información, pensar lo que ocurre con la virtualización y la espectralización en el campo técnico de la imagen o de la percepción —el acontecimiento virtual, en el fondo, «Decir el acontecimiento, ¿es posible?», es también para la cuestión de la virtualidad: ¿qué es un acontecimiento virtual? Hasta aquí no se podían pensar como lo mismo la acontecibilidad y la virtualidad— para pensar el acontecimiento virtual es preciso, pues, perturbar nuestra lógica de lo posible o de lo imposible. Es en esa dirección en la que yo habría intentado, si tuviéramos tiempo, ajustar lo que he sugerido hace un momento de una crítica política de la información, del decir-el-acontecimiento según la información o según, por otra parte la ciencia, la tecno-ciencia y lo que acabamos de decir hace un instante de la virtualidad de lo posible-imposible.



[Pregunta - Una pregunta procedente de la sala a propósito de la afirmación de Bachelard que se dice a continuación.]



«Querer, es querer lo que no se puede», encuentro la fórmula muy bella y muy justa. Es tal vez la dirección en la cual querría comprometerme. No puedo reconstituir el contexto de Bachelard. Si tuviese que interpretar o discutir, quizás de manera injusta, esa frase, en todo caso si yo quisiera apropiármela, cambiaría algo en ella. Porque yo diría que, justamente, lo que no puedo, por tanto lo imposible, lo que desborda mi capacidad, mi poder, es precisamente lo que no puedo querer. A menos que se transforme el pensamiento tradicional de la voluntad. Estoy aquí en este momento en el que la experiencia del acontecimiento deshace mi voluntad. Si quiero lo que quiero, lo que puedo querer —voluntad de poder— eso que quiero o puedo querer se halla a la medida de mi decisión. Estoy tentado, por el contrario, por un pensamiento de la decisión —en el fondo no he pronunciado la palabra decisión, pero es en ello en lo que en verdad pensaba—, de algo que transformaría también la lógica de la decisión. En general, al igual que se dice demasiado fácilmente «yo doy», «yo perdono», se dice fácilmente «yo decido» o bien «yo asumo la responsabilidad», «yo soy responsable». Estas frases me parecen muy poco admisibles tanto unas como otras. Decir «yo decido», decir «usted sabe que yo decido, yo sé que decido», quiere decir que soy capaz y dueño de mi decisión, y que tengo un criterio que me permite decir que soy yo quien decide. Si es así, la decisión es en cierto modo la expresión de mi poder, de mi posibilidad. En ese momento, una decisión semejante de la cual soy capaz y que expresa mi posibilidad, no interrumpe nada, no viene a desgarrar el curso de lo posible, el curso de la historia como debería hacerlo toda decisión. No es una decisión digna de ese nombre.

Una decisión debería desgarrar —eso es lo que quiere decir la palabra decisión— por consiguiente debería interrumpir la trama de lo posible. Cada vez que digo «mi decisión» o bien «yo decido», se puede estar seguro de que me equivoco. Mi decisión debería ser, —sé que esta proposición parece inaceptable en toda lógica clásica— la decisión debería ser siempre la decisión del otro. Mi decisión es de hecho la decisión del otro. Eso no me exime o no exonera de ninguna responsabilidad. Mi decisión no puede nunca ser la mía, ella es siempre la decisión del otro en mí, y yo soy en cierta manera pasivo en la decisión. Para que una decisión constituya acontecimiento, para que ella interrumpa mi poder, mi capacidad, mi posibilidad, y para que ella interrumpa el curso ordinario de la historia, es preciso que yo sufra mi decisión, lo que es evidentemente inaceptable en toda lógica. Querría pues intentar elaborar un pensamiento de la decisión que sea siempre decisión del otro, porque soy responsable por el otro y decido por el otro; es el otro quien decide en mí, sin que por ello yo sea exonerado de «mi» responsabilidad. Por eso Levinas pone siempre la libertad detrás de la responsabilidad. Si quiero lo que no puedo, ese querer debe ser despojado de aquello con lo cual en la tradición se viste el querer, se determina como querer, a saber, la actividad, el dominio, el «yo quiero lo que quiero». Allí se trataría de querer más allá de lo que se puede querer. Esa frase, si es aceptable, debe de rechazo destruir, deconstruir o deshacer el concepto mismo de voluntad. Es probablemente lo que quería decir Bachelard en esa frase paradójica: querer lo que no se puede, en el límite lo que no se puede querer.

Por lo que respecta a Jankelevitch, yo pensaba naturalmente en él como debe hacerse cuando se piensa en el perdón, y he pensado también, como ustedes han oído, en el ejemplo del imperdonable Holocausto; hay otros imperdonables. Una de las razones por las cuales no puedo decir «yo perdono», no es sólo mi dureza, mi inflexibilidad, mi condena inflexible, es que simplemente no tengo jamás el derecho de perdonar. Es siempre el otro quien debe perdonar, yo no puedo perdonar en nombre del otro. Yo no puedo perdonar en nombre de las víctimas del Holocausto. Incluso los supervivientes, incluso aquellos que, como Primo Levi, estuvieron presentes, han vivido o sobrevivido, no tienen el derecho de perdonar. No solamente porque deben continuar condenando, sino porque no se puede perdonar por los otros. No se tiene el derecho de perdonar, el perdón es imposible. Es ahí donde el perdón permanece imposible, porque no tiene sentido perdonar si no es lo imperdonable, es ahí donde el perdón puede tener lugar, si tiene lugar. En general, en una estructura antropo-teológica dominante se dice «sólo Dios puede perdonar, yo no tengo el derecho de perdonar»; un ser finito no puede perdonar una falta que es siempre infinita. Imperdonable quiere decir infinita. El nombre de Dios nombra aquí ese Otro al cual el derecho de perdonar le es siempre concedido, como la posibilidad de donar, de decir «yo doy», «yo decido». El don o el perdón se hacen siempre en nombre del otro.



[Pregunta - Dos preguntas se han planteado: la una concierne al enunciado infinitivo del seminario «Decir el acontecimiento», la otra habla del secreto en el acontecimiento.]



No soy el autor del tema de nuestro debate, y me he encontrado como usted delante de esa cuestión y su formulación literal; también me he hecho preguntas que, por una parte, eran las mismas que las suyas. Debo decir a ese respecto que, finalmente, lo que ocurre aquí, en la medida en que era imprevisible —imprevisto para mí, hemos improvisado en gran parte—, es que puede que haya habido acontecimiento. Eso ocurre y no estaba programado, se ha programado mucho pero no todo. Hay acontecimiento en cuanto aquello que ocurre no estaba predicho. Algo se dice a través de ese acontecimiento y se dice del acontecimiento. Por lo que respecta a saber quien dice eso, la cuestión queda abierta. Me he preguntado, como usted, por qué ese infinitivo. A menudo es una retórica de título: el tema propuesto a la discusión se deja en infinitivo, aquí estamos en examen. Pero esa impersonalidad del infinitivo me ha dado qué pensar, en particular, que allí donde nadie está presente, ningún sujeto de enunciación para decir el acontecimiento según los modos diferentes que he evocado, hay un decir que no está ya en posición ni de constatación, de teoría, de descripción, ni bajo la forma de una producción performativa, sino en el modo del síntoma. Propongo esta palabra, síntoma, como otro término más allá del decir verdadero o de la performatividad que produce el acontecimiento. El acontecimiento abate lo constatativo y lo performativo, el «yo sé» y el «yo pienso». En la historia que usted ha contado[ii] el secreto está operando. Allí donde el acontecimiento resiste a la información, a la puesta en enunciados teóricos, al hacer saber, al saber, el secreto está formando parte. Un acontecimiento es siempre secreto, por las razones que he dicho, debe permanecer secreto, como un don o un perdón deben permanecer secretos. Si digo «yo doy», si el don llega a ser fenoménico o si aparece, si el perdón aparece, ya no hay don o perdón. El secreto pertenece a la estructura del acontecimiento. No el secreto en el sentido de lo privado, de lo clandestino o de lo escondido, sino el secreto como lo que no aparece. Más allá de todas las verificaciones, de todos los discursos de la verdad o del saber, el síntoma es una significación del acontecimiento que nadie domina, que ninguna conciencia, que ningún sujeto consciente puede apropiarse o dominar. Ni bajo la forma del constatativo teórico o judicativo ni bajo la forma de la producción performativa. Hay síntoma. Por ejemplo, en lo que ocurre aquí: somos bastante numerosos, cada uno interpreta, prevé, anticipa, es desbordado, sorprendido de cara a aquello que se puede llamar el acontecimiento. Más allá del significado que cada uno de nosotros pueda leer en ello, incluso enunciar sobre ello, hay síntoma. Incluso el efecto de verdad o la búsqueda de la verdad es del orden del síntoma. Al respecto de esos síntomas puede haber análisis. Usted ha hablado de saberes diferenciados, también se puede evocar la identificación de las posiciones de enunciación de los sujetos, de las pulsiones libidinales, de las estrategias de poder.

Más allá de todo eso, hay sintomatología: significación que ningún teorema puede agotar. Yo pondría en relación esa noción de síntoma, que querría sustraer a su código clínico o psicoanalítico, con lo que he dicho hace un momento de la verticalidad. Un síntoma, es lo que cae. Lo que nos cae encima. Lo que nos cae encima verticalmente, es lo que hace síntoma. En todo acontecimiento hay secreto y sintomatología. Creo que Deleuze habla también de síntoma a ese respecto. El discurso que se asocia a ese valor de acontecibilidad del cual hablamos es siempre un discurso sintomático, o sintomatológico, que debe ser un discurso sobre lo único, sobre el caso, sobre la excepción. Un acontecimiento es siempre excepcional, es una definición posible del acontecimiento. Un acontecimiento debe ser excepcional, fuera de regla. Desde el momento en que hay reglas, normas y, por consiguiente, unos criterios para evaluar esto o aquello, lo que ocurre o no ocurre, no hay acontecimiento. El acontecimiento debe ser excepcional, y esa singularidad de la excepción sin regla no puede dar lugar más que a síntomas. Ello supone no que se renuncie a saber o a filosofar: el saber filosófico acepta esa aporía prometedora que no es simplemente negativa o paralizante. Esa aporía prometedora toma la forma de lo posible-imposible o lo que Nietzsche llamaba el «quizás». Semejante texto de Nietzsche dice que lo esperado por los filósofos venideros es un pensamiento del «quizás» al cual se han resistido todos los filósofos clásicos. Un «quizás» que no es simplemente una modalidad empírica; hay textos terribles de Hegel sobre el «quizás», sobre aquellos que piensan el «quizás», y que serían empiristas. Nietzsche intenta pensar una modalidad del «quizás» que no sea simplemente empírica. Aquello que he dicho de lo posible-imposible, es el «quizás». El don, «quizás» lo hay, si lo hay; si lo hay, no se debe poder hablar de ello, no se debe estar seguro de ello. El perdón «quizás», el acontecimiento «quizás». Dicho de otro modo, esa categoría del «quizás», entre posible e imposible, pertenece a la misma configuración que la del síntoma o la del secreto. Lo difícil es ajustar un discurso consecuente, teórico, a esas modalidades que parecen ser otros tantos desafíos al saber y a la teoría. El síntoma, el «quizás», lo posible-imposible, lo único en tanto que sustituible, la singularidad en tanto que repetible, todo eso se parece a contradicciones no dialectizables; la dificultad es ajustar un discurso que no sea simplemente impresionista o sin rigor a unas estructuras que son otros tantos desafíos para la lógica clásica. ¿He respondido a su pregunta? «Quizás».



[Pregunta. La pregunta solicita una aclaración sobre el vínculo de la promesa con el acontecimiento.]



He hecho una breve alusión a la promesa. La promesa es el ejemplo privilegiado de todos los discursos sobre el performativo en la teoría de los speech acts. Cuando digo «prometo», no describo otra cosa, no digo nada, hago algo, es un acontecimiento. La promesa es un acontecimiento. El «prometo» produce el acontecimiento y no se refiere a ningún acontecimiento preexistente. El yo «prometo» es un decir que no dice ningún acontecimiento preexistente, y que produce acontecimiento. Los teóricos de los speech acts toman el ejemplo de la promesa como un ejemplo de performativo entre otros. Yo estaría tentado de decir que toda frase, todo performativo, implica una promesa, que la promesa no es un performativo entre otros. Desde que me dirijo al otro, desde que le digo «yo te hablo», estoy ya en el orden de la promesa. Yo te hablo, eso quiere decir «prometo continuar, ir hasta el final de la frase, prometo decirte la verdad incluso si miento»—y para mentir es preciso, por otra parte, prometer decir la verdad—. La promesa es el elemento mismo del lenguaje. Decir el acontecimiento aquí, no sería decir un objeto que fuese el acontecimiento, sino decir un acontecimiento que el decir produce. Los teóricos serios de los speech acts consideran que una promesa debe siempre prometer algo bueno. No se promete el mal, «prometer» el mal es amenazar, no prometer. No se dice a alguien «prometo matarte», se dice a alguien «prometo darte, estar en la cita, ser fiel, ser tu marido o tu mujer». La promesa implica siempre la promesa del bien, una promesa benefactora, benevolente. Si se fingiera prometer el mal, sería una amenaza disfrazada de promesa. Cuando una madre dice a su hijo «si haces eso, te prometo una azotaina», eso no es una promesa, es una amenaza. Es la teoría clásica de los speech acts: la promesa no es la amenaza.

Lo que me atrevería a pretender es que una promesa debe siempre poder ser asediada por la amenaza, por su devenir-amenaza, sin lo cual no es promesa. Si estoy seguro de que lo que prometo es una cosa buena, que lo bueno no puede transformarse en malo, que el regalo prometido no puede transformarse en veneno, según la vieja lógica de la inversión del gift-gift, del don en veneno, del regalo benefactor en regalo malévolo, si estuviese seguro de que la promesa era buena y no pudiera invertirse en mala, eso no sería un promesa. Una promesa debe estar amenazada por la posibilidad de ser traicionada, de traicionarse a sí misma, consciente o inconscientemente. Si no hay la posibilidad de pervertirse, si lo bueno no es pervertible, no es lo bueno. Una promesa, para ser posible, debe estar asediada o amenazada por la posibilidad de ser traicionada, de ser mala. Los teóricos de los speech acts son gente seria, dirán que «si prometo estar en la cita, if don 't mean it, si miento, si sé ya que no estaré en la cita, que no haré todo lo posible para estar en la cita», no es una promesa. Una promesa debe ser seria, responder a una intención seria; al menos cuando digo «estaré mañana en la cita» bajo un modo de promesa, no bajo un modo de previsión. Hay en efecto dos maneras de decir «mañana estaré en la cita», una manera de previsión «mañana por la mañana tomaré el desayuno», pero si digo «mañana estaré allí con usted para tomar el desayuno», es otra cosa. Una promesa para ser verdaderamente promesa, según los teóricos de los speech acts, debe ser seria, es decir, comprometerme a hacer todo lo posible para mantener la promesa. Una promesa de algo que es bueno. Yo pretendería que si tal promesa no es intrínsecamente pervertible, es decir, amenazada de poder no ser seria o sincera, o de poder ser traicionada, no es una promesa. Una promesa debe poder ser traicionada, de otro modo no es una promesa; es una previsión, una predicción. Es preciso que la traición o la perversión esté en el corazón del compromiso de la promesa, que la distinción entre promesa y amenaza no esté nunca asegurada. Lo que adelanto ahí no es una especulación abstracta.

Se sabe por experiencia que el don puede ser amenazante, que la promesa más benefactora puede corromperse por sí misma, que puedo hacer el mal prometiendo el bien; es una posibilidad intrínseca de la cual podríamos dar muchos ejemplos. Es preciso que esa perversibilidad esté en el corazón de lo que es bueno, de la buena promesa, para que la promesa sea lo que es; es preciso que pueda no ser promesa, que puede ser traicionada para ser posible, para tener la ocasión de ser posible. Esta amenaza no es una cosa mala, es su ocasión; sin amenaza no habría promesa. Si la promesa fuera automáticamente mantenida sería una máquina, un ordenador, un cálculo. Para que una promesa no sea un cálculo mecánico o una programación, es preciso que pueda ser traicionada. Esta posibilidad de traición debe habitar la promesa más inocente.

A lo cual yo añadiría esto que es aún más grave: aunque el performativo diga y produzca el acontecimiento del que habla, también lo neutraliza en la medida en que guarda su dominio en un «yo puedo» (I can, I may), «yo estoy habilitado», etc... Un acontecimiento puro, y digno de ese nombre, abate tanto lo performativo como lo constatativo. Algún día será preciso sacar todas las consecuencias de ello.

Para volver a lo que decía de la justicia al principio, ya que he comenzado por hablar de ese «sí», de esa justicia en Levinas, la justicia debe ser ella misma trabajada o asediada por su contrario, por el perjurio, para poder ser justicia. Si, por ejemplo, en el cara a cara —que es condición del respeto del otro, de la ética, de lo que Levinas llama el rostro del otro—, el tercero no estuviera ya presente, la justicia, que es la relación con el otro, sería ya un perjurio. E inversamente, desde que el tercero entra en la relación dual que me compromete en el cara a cara ante al otro singular, hay ya perjurio. Por consiguiente entre la justicia o la fe jurada, el compromiso, el juramento y el perjurio, no hay simple oposición. Es preciso que el perjurio esté también en el corazón de la fe jurada para que la fe jurada sea verdaderamente posible. Que esté en el corazón de la justicia de manera indesalojable, no de paso o como un accidente que se puede borrar. Es preciso que la posibilidad del mal, o del perjurio, sea intrínseca al bien o a la justicia para que ésta sea posible. Por tanto, que lo imposible esté en el corazón de lo posible.



[Pregunta. Vuelta sobre la información y la verticalidad del acontecimiento a partir de una pregunta relativa a los dispositivos técnicos.]



Me parece, en efecto, que el acontecimiento en la interpretación, la reapropiación, el filtrado de la información, es siempre, si lo hay, lo que resiste a esa reapropiación, transformación o trans-información. Usted ha tomado el ejemplo de la Guerra del Golfo. He subrayado que lo que pasaba allí, que lo que se nos pretendió transmitir en directo, no se reducía a esa información interpretativa, a esa trans-información; no se reducía tampoco a un simulacro. Yo no tengo en absoluto el mismo punto de vista que Baudrillard, que dice que la guerra no ha tenido lugar. El acontecimiento, que es irreductible finalmente a la apropiación mediática o a la digestión mediática, es que hubo miles de muertos. Son acontecimientos cada vez singulares, que ningún decir de saber o de información habrá podido reducir ni neutralizar. Yo diría que es preciso interminablemente analizar los mecanismos de eso que acabo de sobrenombrar la trans-información o la reapropiación, el devenir-simulacro o televisivo de esos acontecimientos. Es preciso analizar aquello desde el plano político-histórico, sin olvidar, en lo posible, que del acontecimiento ha tenido lugar algo que no se reduce a ello en ningún caso. Del acontecimiento lo que no se reduce tal vez a ningún decir. Es lo indecible: son los muertos, por ejemplo, los muertos.

En cuanto a la verticalidad que a usted le inquieta, soy muy consciente del hecho de que el extranjero es también aquel que llega por la frontera, aquel que se ve venir. Son sobre todo los aduaneros, los oficiales de inmigración quienes les ven venir, o aquellos que quieren dominar los flujos de inmigración. Cuando tengo más tiempo en un seminario, o cuando peleo por aquellas cosas en Francia, complico un poco las cosas, más de lo que hago aquí. Soy consciente de que es preciso tener en cuenta esa horizontalidad, y todo lo que eso requiere de nuestra parte. Por verticalidad quería decir que el extranjero, lo que hay de irreductiblemente arribante en el otro —que no es simplemente trabajador, ni ciudadano, ni fácilmente identificable—, es lo que en el otro no me previene y desborda precisamente la horizontalidad de la espera. Lo que quería subrayar, al hablar de verticalidad, es que el otro no espera. No espera que yo pueda recibirle o que le dé una tarjeta de residencia. Si hay hospitalidad incondicional, ella debe estar abierta a la visitación del otro que llega en cualquier momento, sin que yo lo sepa. Es también lo mesiánico: el mesías puede llegar, puede venir en todo momento, por arriba, por allí donde no lo veo venir. En mi discurso la noción de verticalidad no tiene ya necesariamente el uso a menudo religioso o teológico que eleva hacia el Altísimo. Quizás la religión comience aquí. No se puede mantener el discurso que mantengo sobre la verticalidad, sobre la arribancia [arrivance: acción de llegar, de venida inmediata, de ocurrir algo] absoluta, sin que ya el acto de fe haya comenzado —el acto de fe no es forzosamente la religión, tal o cual religión—, sin cierto espacio de fe sin saber, más allá del saber. Aceptaría, pues, que aquí se hablara de fe.



[i] Phillis Lamben fundó el Centro Canadiense de Arquitectura.

[ii] Se trata de The Fifth Business de Robertson Davies.

sábado, 11 de abril de 2009

FUERZA DE LEY - Jacques Derrida


FUERZA DE LEY
El fundamento místico de la autoridad
Jacques Derrida
Traducción de Adolfo Baberá y Patricio Peñalver Gómez, Madrid, Tecnos, 1997.
 
 
ADVERTENCIA
La primera parte de este texto, «Del derecho a la justicia», fue leída en la apertura de un coloquio organizado por Drucilla Comell en la Cardozo Law School en octubre de 1989 bajo el título Deconstruction and the Possibility of Justice, que reunió a filósofos, teóricos de la literatura y juristas (y en particular juristas del movimiento denominado en Estados Unidos Critical Legal Studies). La segunda parte del texto, «Nombre de pila de Benjamin», no fue pronunciada en dicho coloquio pero su texto fue distribuido entre los participantes.
En la primavera del año siguiente, el 26 de abril de 1990, la segunda parte de la misma conferencia fue leída en la apertura de otro coloquio organizado en la Universidad de California, en Los Angeles, por Saul Friedlander bajo el título Nazism and the «Final Solution»: Probing the Limits of Representation. Esta segunda parte fue precedida de una presentación y seguida de un post scriptum que unimos a la presente publicación. Esta incorpora algunos desarrollos y algunas notas a las ediciones anteriores y en lengua extranjera, en forma de artículo o de libro*.
 
 
DEL DERECHO A LA JUSTICIA[i]
 
Es para mí un deber, debo dirigirme[ii] a ustedes en inglés[iii].
Medito desde hace meses el título de este coloquio y el problema que debo, como dirían ustedes transitivamente en su lengua, to address[iv]. Aunque se me haya encomendado el gran honor de realizar la keynote address[v], no tengo nada que ver con la invención de este título o con la formulación implícita del problema. «La desconstrucción y la posibilidad de la justicia»: la conjunción «y» asocia palabras, conceptos, quizás cosas, que no pertenecen a la misma categoría. Dicha conjunción se atreve a desafiar el orden, la taxonomía, la lógica clasificatoria, de cualquier forma que opere: por analogía, distinción u oposición. Un orador malhumorado diría: no veo la relación, ninguna retórica podría someterse a un ejercicio parecido. Me gustaría intentar hablar de alguna de estas cosas o categorías («Desconstrucción», «posibilidad», «justicia»), e incluso de los sincategoremas («y», «la», «de»), pero en modo alguno en este orden, taxonomía o sintagma.
Dicho orador no sólo estaría malhumorado sino que obraría de mala fe. E incluso sería injusto. Puesto que se podría proponer fácilmente una interpretación justa, es decir, en este caso, adecuada y lúcida y, por tanto, más bien suspicaz, a propósito de las intenciones o del querer-decir del título. Este título sugiere una cuestión que adopta la forma de la sospecha: ¿acaso la desconstrucción asegura, permite, autoriza la posibilidad de la justicia? ¿Acaso posibilita la justicia o un discurso consecuente sobre las condiciones de posibilidad de la justicia? Sí, responderían algunos; no, respondería la otra parte. ¿Tienen los «desconstruccionistas» algo que decir sobre la justicia, tienen algo que ver con ella? ¿Por qué, en el fondo, hablan tan poco de ella? ¿Les interesa, en definitiva? ¿No es precisamente, como algunos sospechan, porque la desconstrucción no permite, en ella misma, ninguna acción justa, ningún discurso justo sobre la justicia, sino que constituye una amenaza contra el derecho y arruina la condición de posibilidad de la justicia? Sí, responderían algunos; no, respondería el adversario.
Ya desde este primer intercambio ficticio se anuncian los deslizamientos equívocos entre derecho y justicia. El sufrimiento de la desconstrucción, aquello por lo que ésta sufre o aquello por lo que sufren aquellos a los que ella hace sufrir, es quizás la ausencia de regla y de criterio seguro para distinguir de manera no equívoca entre el derecho y la justicia. Se trata entonces de esos conceptos (normativos o no) de norma, de regla o de criterio. Se trata de juzgar aquello que permite juzgar, aquello que autoriza el juicio.
He aquí la elección, el «o bien ... o bien», «sí o no», que uno puede sospechar en este título. En esta medida, este título sería virtualmente violento, polémico, inquisidor. Se puede temer en él un instrumento de tortura, una manera de interrogar que no sería la más justa. A partir de ahora es inútil precisar que no podré responder a preguntas planteadas de esa manera («o bien o bien», «sí o no»), que no podré, en todo caso, dar una respuesta tranquilizante a ninguna de las partes, a ninguna de las expectativas así formuladas o formalizadas.
Debo, por tanto, es un deber aquí, dirigirme a ustedes en inglés. «Debo» quiere decir varias cosas a la vez.
 
1. Debo hablar en inglés (¿cómo traducir este «debo», este deber? ¿I must? ¿I should, I ought to, I have to?) porque se me ha impuesto como una suerte de obligación o de condición, por medio de una especie de fuerza simbólica o de ley, en una situación que no controlo. Una especie de pólemos concierne ya a la apropiación de la lengua: si por lo menos quiero hacerme entender, hace falta que hable en su lengua, debo hacerlo, tengo que hacerlo.
 
2. Debo hablar en su lengua, porque lo que así diga será más justo o será juzgado más justo, y más justamente apreciado, es decir, justo, en el sentido, esta vez, de lo ajustado, de la adecuación entre lo que es y lo que es dicho o pensado, entre lo que se dice y lo que se comprende, entre lo que se piensa, se dice o se oye por la mayoría de aquellos que están aquí y que, manifiestamente, hacen la ley. «Hacer la ley» (making the law) es una expresión interesante sobre la que tendremos la ocasión de volver a hablar.
 
3. Debo hablar en una lengua que no es la mía porque es más justo, en otro sentido de la palabra «justo», en el sentido de la justicia, un sentido que diríamos -sin que por el momento nos paremos demasiado a pensarlo- jurídico-ético-político: es más justo hablar la lengua de la mayoría, sobre todo cuando ésta, por hospitalidad, da la palabra al extranjero. Nos referimos aquí a una ley de la que es difícil decir si es una ley del decoro, de la cortesía, del más fuerte o la ley equitable de la democracia. Y si depende de la justicia o del derecho. Y aun así, para que yo me someta y acepte esta ley, hace falta un cierto número de condiciones: por ejemplo, que yo responda a una invitación y manifieste mi deseo de hablar aquí, algo a lo que en apariencia nadie me ha obligado; además, hace falta que yo sea capaz, hasta cierto punto, de comprender el contrato y las condiciones de la ley, es decir de apropiarme, al menos de una forma mínima, su lengua, que desde ese momento (al menos en esa medida) deja de serme extranjera. Hace falta que ustedes y yo comprendamos aproximadamente de la misma forma la traducción de mi texto, texto que ha sido escrito primero en francés, y que por muy excelente que sea, no deja de ser, necesariamente, una traducción, es decir, un compromiso siempre posible, aunque siempre imperfecto, entre dos idiomas.
Esta cuestión de la lengua y del idioma se sitúa sin lugar a dudas en el centro de lo que yo me propondría discutir esta noche.
Hay en su lengua un cierto número de expresiones idiomáticas que me han parecido siempre muy valiosas por el hecho de no tener ningún equivalente estricto en francés. Antes incluso de comenzar, citaría al menos dos de éstas, dos expresiones que no son ajenas a lo que yo intentaría decir aquí esta tarde.
 
A. La primera es «to enforce the law», o incluso «enforceability of the law or of contract». Cuando, por ejemplo, se traduce en francés «to enforce the law» como «aplicar la ley», se pierde esta alusión directa, literal, a la fuerza que, desde el interior, viene a recordarnos que el derecho es siempre una fuerza autorizada, una fuerza que se justifica o que está justificada al aplicarse, incluso si esta justificación puede ser juzgada, desde otro lugar, como injusta o injustificable. No hay derecho sin fuerza, Kant lo recuerda con el más grande rigor. La aplicabilidad, la enforceability no es una posibilidad exterior o secundaria que vendría a añadirse, o no, suplementariamente, al derecho. Es la fuerza esencialmente implicada en el concepto mismo de la justicia como derecho, de la justicia en tanto que se convierte en derecho, de la ley en tanto que derecho.
Quiero insistir inmediatamente en reservar la posibilidad de una justicia, es decir de una ley que no sólo excede o contradice el derecho, sino que quizás no tiene ninguna relación con el derecho o que mantiene una relación tan extraña que lo mismo puede exigir el derecho como excluirlo.
La palabra «enforceability» nos remite, pues, a la letra. Nos recuerda literalmente que no hay derecho que no implique en él mismo, a priori, en la estructura analítica de su concepto, la posibilidad de ser «enforced», aplicado por la fuerza. Kant lo recuerda desde la Introducción a la doctrina del derecho (en el § E relativo al «derecho estricto», das stricte Recht[vi]). Hay ciertamente leyes que no se aplican, pero no hay ley sin aplicabilidad, y no hay aplicabilidad, o enforceability de la ley, sin fuerza, sea ésta directa o no, física o simbólica, exterior o interior, brutal o sutilmente discursiva –o incluso hermenéutica-, coercitiva o regulativa, etc.
¿Cómo distinguir entre, de una parte, esta fuerza de la ley, esta «fuerza de ley» como se dice tanto en francés como en inglés, creo, y de otra, la violencia que se juzga siempre injusta? ¿Qué diferencia existe entre, de una parte, la fuerza que puede ser justa, en todo caso legítima (no solamente el instrumento al servicio del derecho, sino el ejercicio y el cumplimiento mismos, la esencia del derecho) y, de otra parte, la violencia que se juzga siempre injusta? ¿Qué es una fuerza justa o una fuerza no violenta?
Para no abandonar la cuestión del idioma, me refiero aquí a una palabra alemana que nos ocupará dentro de un rato, a saber, la palabra «Gewalt». Tanto en francés como en inglés se traduce a menudo como «violencia». El texto de Benjamin del que hablaremos a continuación, y que se titula Zur Kritik der Gewalt, se traduce en francés como Pour une critique de la violence y en inglés como Critique of Violence. Pero estas dos traducciones, sin ser completamente injustas, esto es, completamente violentas, son interpretaciones muy activas que no hacen justicia al hecho de que Gewalt también significa para los alemanes poder legítimo, autoridad, fuerza pública. Gesetzgebende Gewalt es el poder legislativo, geistliche Gewalt, el poder espiritual de la Iglesia, Staatsgewalt, es la autoridad o el poder del Estado. Gewalt es a la vez, por tanto, la violencia y el poder legítimo, la autoridad justificada. ¿Cómo distinguir entre la fuerza de ley de un poder legítimo y la violencia pretendidamente originaria que debió instaurar esta autoridad y que no pudo, haber sido autorizada por una legitimidad anterior, si bien dicha violencia no es en ese momento inicial, ni legal ni ilegal o, como otros se apresurarían a decir, ni justa ni injusta? Las palabras «Walten» y «Gewalt» desempeñan un papel decisivo en ciertos textos de Heidegger, en donde no se pueden traducir simplemente ni como fuerza ni como violencia, en un contexto en el que, por otra parte, Heidegger se esfuerza en mostrar que, por ejemplo, para Heráclito, Díke, la justicia, el derecho, el proceso, el veredicto, la pena o el castigo, la venganza, etc., es originariamente Eris (conflicto, Streit, discordia, pólemos o Kampf), es decir, también adikía, la injusticia[vii].
Dado que este coloquio está consagrado a la desconstrucción y a la posibilidad de la justicia, recuerdo en primer lugar que en numerosos textos llamados «desconstructivos», y particularmente en algunos que he publicado, el recurso a la palabra «fuerza» es a la vez muy frecuente (me atrevería a decir decisivo en lugares estratégicos), aunque siempre acompañado de una reserva explícita, de una puesta en guardia. Frecuentemente he pedido que se esté atento -yo mismo me incluyo entre los destinatarios de esta petición- ante los riesgos que hace correr esta palabra: el riesgo de un concepto oscuro, sustancialista, oculto-místico; pero también el riesgo de una autorización dada a una fuerza violenta, injusta, sin regla, arbitraria. (No voy a citar los textos en cuestión ya que sería autocomplaciente amén de hacernos perder tiempo, aunque les pido que confíen en mí.) Una primera precaución contra los riesgos sustancialistas o irracionalistas que acabo de evocar alude precisamente al carácter diferencial de la fuerza. En los textos que acabo de evocar se trata siempre de la fuerza diferencial, de la diferencia como diferencia de fuerza, de la fuerza como diferenzia[viii] o fuerza de diferenzia (la diferenzia es una fuerza diferida-difiriente); se trata siempre de la relación entre la fuerza y la forma, entre la fuerza y la significación; se trata siempre de fuerza «performativa», fuerza ilocucionaria o perlocucionaria, de fuerza persuasiva y de retórica, de afirmación de la firma, pero también y sobre todo de todas las situaciones paradójicas en las que la mayor fuerza y la mayor debilidad se intercambian extrañamente. Y esto es toda la historia. Resta añadir que nunca me he sentido a gusto con la palabra «fuerza» incluso si a menudo la he juzgado indispensable, y por ello les agradezco que hoy me hayan forzado a intentar decir algo más sobre esta cuestión. Lo mismo podría decirse de la justicia. Hay sin duda bastantes razones por las cuales la mayoría de los textos apresuradamente identificados como «desconstruccionistas» parecen -e, insisto, parecen- no plantear el tema de la justicia como tema, justamente, en su centro, ni siquiera el tema de la ética o el de la política. Naturalmente esto no es más que una apariencia, si consideramos por ejemplo (y sólo citaré éstos) los numerosos textos consagrados a Levinas y a las relaciones entre «violencia y metafísica», a la filosofía del derecho, la de Hegel con toda su posteridad en Glas, donde es el motivo principal, o los textos consagrados a la pulsión de poder y a las paradojas del poder en Spéculer - sur Freud, a la ley en Devant la loi (sobre Vor dem Gesetz de Kafka) o en Déclarations d’indépendence, dans Admiration de Nelson Mandela ou les lois de la réflexion, así como en otros tantos textos. No es necesario recordar que los discursos sobre la doble afirmación, sobre el don más allá del intercambio y de la distribución, sobre lo indecidible, lo inconmensurable y lo incalculable, sobre la singularidad, la diferencia y la heterogeneidad, son también discursos al menos oblicuos sobre la justicia.
Por otra parte, era normal, previsible, deseable, que las investigaciones de estilo desconstructivo desembocaran en una problemática del derecho, de la ley y de la justicia. Este sería incluso su lugar más propio, si existiera algo así como lo propio. Un cuestionamiento desconstructivo que comienza, como fue el caso, por desestabilizar o complicar la oposición entre nómos y physis, entre thésis y physis, es decir, la oposición entre la ley, la convención, la institución, de una parte, y la naturaleza, de otra, junto con todas aquellas oposiciones que éstas condicionan, como por ejemplo, y no es más que un ejemplo, derecho positivo y derecho natural (la diferenzia es el desplazamiento de esta lógica oposicional); un cuestionamiento desconstructivo que comienza, como fue el caso, por desestabilizar, complicar o recordar las paradojas a propósito de valores como lo propio y la propiedad en todos sus registros, el valor de sujeto, y por tanto de sujeto responsable, de sujeto del derecho y de sujeto de la moral, de la persona jurídica o moral, de la intencionalidad, etc., y de todo lo que se sigue, un cuestionamiento desconstructivo como éste, digo, es un cuestionamiento sobre el derecho y sobre la justicia. Un cuestionamiento sobre los fundamentos del derecho, de la moral y de la política.
Este cuestionamiento sobre los fundamentos no es ni fundacionalista ni antifundacionalista. Incluso puede llegar, si se presenta el caso, a poner en cuestión o a exceder la posibilidad o la necesidad última del cuestionamiento (o del preguntar) mismo, de la forma interrogante del pensamiento, interrogando sin confianza ni prejuicio la historia misma de la pregunta y de su autoridad filosófica. Pues hay una autoridad -por tanto, una fuerza legítima- de la forma cuestionante o interrogativa, respecto de la que podemos preguntarnos de dónde extrae una fuerza tan importante en nuestra tradición.
Si, hipotéticamente, dicho cuestionamiento tuviera un lugar propio, lo que justamente no puede ser el caso, tal «cuestionamiento» (o «preguntar») o metacuestionamiento desconstructivo estaría más «en su casa» en las facultades de derecho -quizás también, como sucede en ocasiones, en los departamentos de teología o de arquitectura- que en los departamentos de filosofía o de literatura. Es por lo que aun sin conocerlos bien desde el interior -de lo que me siento culpable- y sin pretender estar familiarizado con ellos, considero que los desarrollos de los Critical Legal Studies o de trabajos como los de Stanley Fish, Barbara Herrstein-Smith, Drucilla Cornell, Samuel Weber y otros, que se sitúan en la articulación entre literatura, filosofía, derecho y los problemas político-institucionales, se encuentran hoy, desde el punto de vista de cierta desconstrucción, entre los más fecundos y los más necesarios. Me parece que responden a los programas más radicales de una desconstrucción que querría, para ser consecuente con ella misma, no quedarse encerrada en discursos puramente especulativos, teóricos y académicos sino, contrariamente a lo que sugiere Stanley Fish, tener consecuencias, cambiar cosas, intervenir de manera eficiente y responsable (aunque siempre mediatizada evidentemente), no sólo en la profesión sino en lo que llamamos la ciudad, la pólis, y más generalmente el mundo. No cambiarlos en el sentido sin duda un poco ingenuo de realizar una intervención calculada, deliberada y estratégicamente controlada, sino en el sentido de la intensificación máxima de una transformación en curso, a título no simplemente de síntoma o de causa; aquí necesitaríamos otras categorías. En una sociedad industrial e hipertecnologizada, el espacio académico es -menos que nunca- el recinto monádico o monástico que por otra parte nunca ha sido. Y esto es cierto en particular en relación con las facultades de derecho.
Me apresuro a añadir lo siguiente en tres puntos muy breves:
 
1. Esta conjunción o esta coyuntura es sin duda inevitable entre, de una parte, una desconstrucción de estilo más directamente filosófico o motivada por la teoría literaria, y la reflexión jurídico-literaria y los Critical Legal Studies, de otra parte.
 
2. Esta conjunción articulada no se ha desarrollado por casualidad de una manera tan interesante en este país. He ahí otro problema -urgente y apasionante- que debo dejar de lado por falta de tiempo. Hay sin duda razones profundas para que este desarrollo sea primero y ante todo norteamericano, razones complicadas, geopolíticas, y no solamente locales.
 
3. También es vital sobre todo -si, como parece, es urgente prestar atención a este desarrollo conjunto o concurrente, así como participar en él- no asimilar estos dos discursos, estilos, contextos discursivos ampliamente heterogéneos y desiguales. La palabra «desconstrucción» podría, en determinados casos, inducir o promover dicha confusión. Ella misma da lugar a suficientes malentendidos como para que no añadamos aún otros al asimilar, por ejemplo, entre ellos, todos los estilos de los Critical Legal Studies, o al hacer de ello ejemplos o prolongamientos de la deconstrucción. Por muy poco familiares que me sean, sé que los trabajos de los Critical Legal Studies tienen su historia, su contexto y su idioma propios, y que en relación con dicho cuestionamiento filosófico-desconstructivo son, en ocasiones, por decirlo rápidamente, desiguales, tímidos, aproximativos, esquemáticos por no decir atrasados, mientras que por su especialización y por la agudeza de su competencia técnica están, por el contrario, muy avanzados en relación con tal o cual estado de la desconstrucción en un campo más bien literario o filosófico. El respeto de las especificidades contextuales, académico-institucionales, discursivas, la desconfianza ante los analogismos, las transposiciones apresuradas, las homogeneizaciones confusas, me parecen el primer imperativo en la fase actual. Estoy seguro, y en todo caso espero, que este encuentro nos dejará tanto la memoria de las diferencias (y de las diferencias, en el sentido de las diferencias que oponen a dos contendientes), como la de de los cruces, coincidencias o consensos.
Sólo en apariencia la desconstrucción, en sus manifestaciones más conocidas bajo este nombre, no ha «abordado»[ix] el problema de la justicia. No es más que una apariencia, pero hay que dar cuenta de las apariencias, hay que «salvar las apariencias», según el sentido que daba Aristóteles a esta necesidad, y es a lo que me querría dedicar aquí: mostrar por qué y cómo, lo que se llama corrientemente la desconstrucción, no ha hecho otra cosa que abordar el problema de la justicia, sin que lo haya podido hacer directamente, sino de una manera oblicua. Oblicua como en este momento mismo en el que yo me dispongo a demostrar que no se puede hablar directamente de la justicia, tematizar u objetivar la justicia, decir «esto es justo» y mucho menos «yo soy justo», sin que se traicione inmediatamente la justicia, cuando no el derecho[x].
 
B. Pero no he comenzado todavía. Había creído que debía comenzar diciendo que debo dirigirme a ustedes en su lengua, e inmediatamente después había anunciado que yo siempre había considerado preciosas, por no decir irremplazables, al menos dos de sus expresiones idiomáticas. Una era «to enforce the law», que nos recuerda siempre que si la justicia no es necesariamente el derecho o la ley, aquélla no puede convertirse en justicia de derecho o en derecho si no tiene, o, mejor dicho, si no apela a la fuerza desde su primer instante, desde su primera palabra. En el principio de la justicia habrá habido lógos, lenguaje o lengua, lo que no estaría necesariamente en contradicción con otro incipit que dijera: «En el principio habrá habido fuerza.». Lo que hay que pensar es por tanto ese ejercicio de la fuerza en el lenguaje mismo, en lo más íntimo de su esencia, como en el movimiento por el que se desarmaría absolutamente a sí mismo.
Pascal lo dice en un fragmento al que regresaré quizás más tarde, una de sus pensées célebres y siempre más difíciles de lo que parecen. Comienza de la siguiente forma:
 
«Justicia, fuerza. -Es justo que lo que es justo sea seguido, es necesario que lo que es más fuerte sea seguido[xi].»
Ya el inicio de este fragmento es extraordinario, al menos en el rigor de su retórica. Dice que lo que es justo debe -y es justo- ser seguido: seguido de consecuencia, de efecto, aplicado, enforced; después añade que lo que es más fuerte también debe ser seguido: de consecuencia, de efecto, etc. Dicho de otra manera: el axioma común es que lo justo y lo más fuerte, lo más justo como lo más fuerte, debe seguirse. Pero este «deber seguirse» común a lo justo y a lo más fuerte, es «justo» en un caso, «necesario» en otro: «Es justo que lo que es justo sea seguido [dicho de otra manera: el concepto o la idea de lo justo, en el sentido de la justicia, implica analíticamente y a priori que lo justo sea «seguido», enforced, y es justo -también en el sentido del ajuste- pensar así], es necesario que lo que es más fuerte sea seguido (enforced).»
Y Pascal prosigue: «La justicia sin la fuerza es impotente [dicho de otra manera: la justicia no es la justicia, no se realiza, si no tiene la fuerza de ser enforced; una justicia impotente no es justicia en el sentido del derecho]; la fuerza sin la justicia es tiránica. La justicia sin fuerza es contradicha porque siempre hay malvados; la fuerza, sin la justicia, es acusada. Por tanto, hay que poner juntas la justicia y la fuerza; y ello para hacer que lo que es justo sea fuerte o lo que es fuerte sea justo[xii].»
Es difícil decidir o concluir si el «hay que» de esta conclusión («Por tanto, hay que poner juntas la justicia y la fuerza») es un «hay que» prescrito por lo que es justo en la justicia o por lo que es necesario en la fuerza. Titubeo que podemos considerar secundario. Y que flota sobre la superficie de un «hay que» más profundo, si se puede decir, ya que la justicia exige, en tanto que justicia, el recurso a la fuerza. La necesidad de la fuerza está por ello implicada en lo justo de la justicia.
Conocemos lo que sigue y cómo concluye esta proposición: «Así, no pudiendo hacer que lo que es justo sea fuerte, hacemos que lo que es fuerte sea justo»[xiii]. Estoy seguro de que el principio del análisis de esta pensée pascaliana o más bien de la interpretación (activa y todo salvo no-violenta) que yo propondría indirectamente a lo largo de esta conferencia chocaría con la tradición y con su contexto más evidente. Este contexto dominante y la interpretación convencional que parece ordenar tienden, en un sentido precisamente convencionalista, hacia una especie de escepticismo pesimista, relativista y empirista. Ésta es la razón que, por ejemplo, había empujado a Arnaud a suprimir estas pensées en la edición de Port Royal, alegando que Pascal las había escrito bajo la influencia de una lectura de Montaigne según la cual las leyes no son justas en sí mismas, sino que lo son por ser leyes. Es cierto que Montaigne había utilizado una expresión interesante que Pascal retoma para sí y que yo también querría reinterpretar y sustraer a su lectura más convencional. La expresión es «fundamento místico de la autoridad». Pascal cita a Montaigne sin nombrarlo al escribir:
 
«[ ...] uno dice que la esencia de la justicia es la autoridad del legislador; otro, la conveniencia del soberano; otro, la costumbre presente; y es esto lo más seguro: nada, siguiendo la sola razón, es justo por sí mismo; todo vacila con el tiempo. La costumbre realiza la equidad por el mero hecho de ser recibida; es el fundamento místico de su autoridad. Quien la devuelve a su principio, la aniquila[xiv].»
 
Montaigne hablaba en efecto -son sus palabras- de un «fundamento místico» de la autoridad de las leyes:
 
Ahora bien, las leyes mantienen su crédito no porque sean justas sino porque son leyes. Es el fundamento místico de su autoridad, no tienen otro [...]. El que las obedece porque son justas, no las obedece justamente por lo que debe obedecerlas[xv].
 
Visiblemente, Montaigne distingue aquí las leyes (es decir, el derecho) de la justicia. La justicia del derecho, la justicia como derecho, no es justicia. Las leyes no son justas en tanto que leyes. No se obedecen porque sean justas sino porque tienen autoridad. La palabra «crédito» soporta todo el peso de la proposición y justifica la alusión al carácter «místico» de la autoridad. La autoridad de las leyes sólo reposa sobre el crédito que se les da. Se cree en ellas, ése es su único fundamento. Este acto de fe no es un fundamento ontológico o racional. Y de todas formas todavía queda por pensar lo que quiere decir creer.
Poco a poco se irá aclarando (si ello es posible y si depende de un valor de claridad) lo que se entiende bajo la expresión «fundamento místico de la autoridad». Es cierto que Montaigne también había escrito algo que todavía debe ser interpretado más allá de la superficie simplemente convencional y convencionalista: «[ ...] nuestro derecho mismo tiene, se dice, ficciones legítimas sobre las que funda la verdad de su justicia»[xvi]. ¿Qué es una ficción legítima? ¿Qué quiere decir fundar la verdad de la justicia? He aquí ciertas cuestiones que nos aguardan. Es cierto que Montaigne proponía una analogía entre este suplemento de ficción legítima, es decir necesaria para fundar la verdad de la justicia, y el suplemento de artificio necesario debido a una deficiencia de la naturaleza, como si la ausencia de derecho natural exigiera el suplemento de derecho histórico o positivo, es decir, un suplemento de ficción, de la misma forma que (y es ésta la analogía propuesta por Montaigne) «las mujeres emplean dientes de marfil ahí donde los suyos naturales faltan, y, en lugar de su color se fabrican otro a partir de cualquier materia extraña [...] se embellecen de una belleza falsa y prestada: así hace la ciencia (e incluso nuestro derecho tiene -se dice- ficciones legítimas sobre las que basa la verdad de su justicia)»[xvii].
 
La pensée de Pascal que «pone juntas» la justicia y la fuerza, y hace de la fuerza una especie de predicado esencial de la justicia -expresión bajo la cual Montaigne entiende el derecho más bien que la justicia-, va quizás más allá de un relativismo convencionalista o utilitarista, más allá de un nihilismo, antiguo o moderno, que haría de la ley un «poder enmascarado», más allá de la moral cínica de El lobo y el cordero de La Fontaine con arreglo a la cual «La razón del más fuerte es siempre la mejor» (Might makes right).
La crítica pascaliana, en su principio, remite al pecado original y a la corrupción de las leyes naturales por una razón corrompida: «Hay sin duda leyes naturales; pero esta bella razón corrompida lo ha corrompido todo»[xviii]. Y en otro lugar: «Nuestra justicia [se aniquila] ante la justicia divina»[xix].
(Estas pensées nos preparan para la lectura de Benjamin.)
Pero si aislamos el resorte funcional de la crítica pascaliana, si disociamos este sencillo análisis de la presuposición de su pesimismo cristiano, lo que no es imposible, podemos hallar en él -como, por otra parte, en Montaigne- las premisas de una filosofía crítica moderna, es decir, de una crítica de la ideología jurídica, una desedimentación de las superestructuras del derecho que esconden y reflejan a la vez los intereses económicos y políticos de las fuerzas dominantes de la sociedad. Esto sería siempre posible y a veces útil.
Pero más allá de su principio y de su resorte, esta pensée pascaliana se refiere quizás a una estructura más intrínseca. Una crítica de la ideología jurídica nunca debería olvidarla. El surgimiento mismo de la justicia y del derecho, el momento instituyente, fundador y justificador del derecho implica una fuerza realizativa, es decir, implica siempre una fuerza interpretativa y una llamada a la creencia: esta vez no en el sentido de que el derecho estaría al servicio de la fuerza, como un instrumento dócil, servil y por tanto exterior del poder dominante, sino en el sentido de que el derecho tendría una relación más interna y compleja con lo que se llama fuerza, poder o violencia. La justicia -en el sentido del derecho (right or law)- no estaría simplemente al servicio de una fuerza o de un poder social, por ejemplo económico, político o ideológico que existiría fuera de ella o antes que ella y al que debería someterse o con el que debería ponerse de acuerdo según la utilidad. Su momento mismo de fundación o de institución nunca es por otra parte un momento inscrito en el tejido homogéneo de una historia, puesto que lo que hace es rasgarlo con una decisión. Ahora bien, la operación que consiste en fundar, inaugurar, justificar el derecho, hacer la ley, consistiría en un golpe de fuerza, en una violencia realizativa[xx] y por tanto interpretativa, que no es justa o injusta en sí misma, y que ninguna justicia ni ningún derecho previo y anteriormente fundador, ninguna fundación preexistente, podría garantizar, contradecir o invalidar por definición. Ningún discurso justificador puede ni debe asegurar el papel de metalenguaje con relación a lo realizativo[xxi] del lenguaje instituyente o a su interpretación dominante.
El discurso encuentra ahí su límite: en sí mismo, en su poder realizativo[xxii] mismo. Es lo que aquí propongo denominar (desplazando un poco y generalizando la estructura) lo místico. Hay un silencio encerrado en la estructura violenta del acto fundador. Encerrado, emparedado, porque este silencio no es exterior al lenguaje. He ahí el sentido en el que yo me atrevería a interpretar, más allá del simple comentario, lo que Montaigne y Pascal llaman el fundamento místico de la autoridad. Siempre se podrá volver sobre lo que yo hago o digo aquí, lo que digo que se hace en el origen de toda institución. Tomaría por ello el uso de la palabra «místico» en un sentido que me atrevería a denominar más bien wittgensteiniano. Estos textos de Montaigne y de Pascal, así como la tradición a la que pertenecen y la interpretación un tanto activa que yo propongo, podrían ser traídos a colación a propósito de la discusión de Stanley Fish en Force (en Doing What Comes Naturally[xxiii]) acerca de «the Concept of Law» de Hart, y de algunos otros (incluyendo implícitamente a Rawls, criticado por Hart), así como en relación con los debates iluminados por ciertos textos de Sam Weber en torno al caráctér agonístico y no simplemente intrainstitucional o monoinstitucional de ciertos conflictos en Institution and Interpretation[xxiv].
Dado que en definitiva el origen de la autoridad, la fundación o el fundamento, la posición de la ley, sólo pueden, por definición, apoyarse en ellos mis­mos, éstos constituyen en sí mismos una violencia sin fundamento. Lo que no quiere decir que sean injustos en sí, en el sentido de «ilegales» o «ilegí­timos». No son ni legales ni ilegales en su momento fundador, excediendo la oposición entre lo fundado y lo no fundado, entre todo fundacionalismo o anti­fundacionalismo. Incluso si el éxito de los realizativos fundantes de un derecho (por ejemplo -y esto es más que un ejemplo-, el éxito de un Estado como garante de un derecho) supone condiciones y convenciones previas (por ejemplo, en el espacio nacional o internacional), el mismo límite «místico» resurgirá en el supuesto origen de dichas condiciones, reglas o convenciones, y de su interpelación dominante.
En la estructura que describo de esta manera, el derecho es esencialmente desconstruible, ya sea porque está fundado, construido sobre capas textuales interpretables y transformables (y esto es la historia del derecho, la posible y necesaria transformación, o en ocasiones la mejora del derecho), ya sea porque su último fundamento por definición no está fundado. Que el derecho sea desconstruible no es una des­gracia. Podemos incluso ver ahí la oportunidad polí­tica de todo progreso histórico. Pero la paradoja que me gustaría someter a discusión es la siguiente: es esta estructura desconstruible del derecho o, si ustedes prefieren, de la justicia como derecho, la que también asegura la posibilidad de la desconstrucción. La justicia en sí misma, si algo así existe fuera o más allá del derecho, no es desconstruible. Como no lo es la desconstrucción, si algo así existe. La desconstrucción es la justicia. Tal vez debido a que el derecho (que yo intentaría por tanto distinguir normalmente de la justicia) es construible en un sentido que desborda la oposición entre convención y naturaleza (o quizás en cuanto que desborda esa oposición), el derecho es construible, y por tanto desconstruible, y, más aún, hace posible la descons­trucción, o al menos el ejercicio de una desconstrucción que en el fondo siempre formula cuestiones de derecho, y a propósito del derecho. De ahí las tres proposiciones siguientes:
l. La desconstructibilidad del derecho (por ejemplo) hace la desconstrucción posible.
2. La indesconstructibilidad de la justicia hace también posible la desconstrucción, por no decir que se confunde con ella.
3. Consecuencia: la desconstrucción tiene lugar en el intervalo que separa la indesconstructibilidad de la justicia y la desconstructibilidad del derecho. La desconstrucción es posible como una experiencia de lo imposible, ahí donde hay justicia, incluso si ésta no existe o no está presente o no lo está todavía o nunca. Ahí donde se puede reemplazar, traducir, determinar la X de la justicia, se debería decir: la desconstrucción es posible, como imposible, en la medida en que (ahí donde) hay X (indesconstructible); por tanto, en la medida en que (ahí donde) hay (lo indesconstructible).
Dicho de otra forma, la hipótesis y las proposiciones hacia las que me dirijo tanteando, apelarían más bien al siguiente subtítulo: la justicia como posibilidad de la desconstrucción; la estructura del derecho o de la ley, de la fundación o de la autoautorización del derecho como posibilidad del ejercicio de la desconstrucción. Estoy seguro de que esto no ha quedado claro. Espero, sin estar seguro de ello, que quedará un poco más claro dentro de un momento.
He dicho que todavía no había comenzado. Quizás no comience nunca y quizás el coloquio se quede sin keynote. Sin embargo, ya he comenzado.
Me autorizo -¿con qué derecho?- a multiplicar los protocolos y los rodeos. Había comenzado diciendo que estaba enamorado de al menos dos expresiones idiomáticas suyas. Una era «enforceability», la otra el uso transitivo del verbo «to address». En francés, nos dirigimos a alguien, se dirige una carta o un discurso -uso también transitivo- sin que se esté seguro de que lleguen a destino, pero no se dirige un problema. Y todavía menos se dirige alguien. Esta tarde me he comprometido contractualmente a «abordar» en inglés un problema[xxv], es decir, a ir derecho hacia el mismo e ir derecho hacia ustedes, temáticamente y sin rodeos, dirigiéndome a ustedes en su lengua. Entre el derecho, la rectitud de la dirección[xxvi], la dirección[xxvii] y la rectitud, habría que encontrar la comunicación de una línea directa y habría que encontrarse en la buena dirección. ¿Por qué la desconstrucción tiene la reputación, justificada o no, de tratar las cosas oblicuamente, indirectamente, en estilo indirecto, con tantas comillas, preguntando siempre si las cosas llegan a la dirección indicada? ¿Es merecida esta reputación? Y, merecida o no, ¿cómo explicarla?
En el hecho de que yo hable la lengua del otro, rompiendo con la mía, en el hecho de que me dirija al otro tenemos ya una singular mezcla de fuerza, justicia y ajuste. Y debo, es un deber, «abordar»[xxviii] en inglés, como dicen ustedes en su lengua, los problemas infinitos, infinitos en su número, infinitos en su historia, infinitos en su estructura, que recubre el título Deconstruction and the Possibility of Justice. Pero sabemos ya que esos problemas no son infinitos porque sean infinitamente numerosos ni porque estén infinitamente arraigados en el infinito de memorias y de culturas (religiosas, filosóficas, jurídicas, etc.) que nunca dominaremos. Son infinitos, si se puede decir, en ellos mismos, porque exigen la experiencia misma de la aporía, la cual no es ajena a lo que acabo de denominar lo místico.
Al decir que incluso exigen la experiencia de la aporía, podemos entender dos cosas ya bastante complicadas.
1. Una experiencia, como su nombre indica, es una travesía, pasa a través y viaja hacia un destino para el que aquella encuentra el pasaje. La experiencia encuentra su pasaje, es posible. Ahora bien, en este sentido, no puede haber experiencia plena de la aporía, es decir, experiencia de aquello que no permite el pasaje. Aporía es un no-camino. La justicia sería, desde este punto de vista, la experiencia de aquello de lo que no se puede tener experiencia. A continuación vamos a encontrar más de una aporía, sin que podamos atravesarlas.
2. Pero creo que no hay justicia sin esta experiencia de la aporía, por muy imposible que sea. La justicia es una experiencia de lo imposible. Una voluntad, un deseo, una exigencia de justicia cuya estructura no fuera una experiencia de la aporía, no tendría ninguna posibilidad de ser lo que es, a saber una justa apelación a la justicia. Cada vez que las cosas suceden, o suceden como deben, cada vez que aplicamos tranquilamente una buena regla a un caso particular, a un ejemplo correctamente subsumido, según un juicio determinante, el derecho obtiene quizás -y en ocasiones- su ganancia, pero podemos estar seguros de que la justicia no obtiene la suya. El derecho no es la justicia. El derecho es el elemento del cálculo, y es justo que haya derecho; la justicia es incalculable, exige que se calcule con lo incalculable; y las experiencias aporéticas son experencias tan improbables como necesarias de la justicia, es decir, momentos en que la decisión entre lo justo y lo injusto no está jamás asegurada por una regla.
Debo por tanto dirigirme a ustedes y «abordar»[xxix] problemas, debo hacerlo brevemente y en una lengua extranjera. Para hacerlo brevemente debería hacerlo tan directamente como me fuera posible, yendo derecho, sin desvío, sin coartada histórica, sin movimiento oblicuo, por una parte hacia ustedes, los primeros presuntos destinatarios de este discurso, pero por otra parte, al mismo tiempo, hacia el lugar de decisión esencial de dichos problemas. La dirección para un envío[xxx], la dirección, la rectitud, dicen algo del derecho; y lo que no hay que olvidar cuando se quiere la justicia, cuando se quiere ser justo, es la rectitud de la dirección[xxxi]. No hay que carecer de dirección[xxxii], pero sobre todo no hay que equivocarse de dirección. Ahora bien, la dirección resulta siempre singular. Una dirección es siempre singular, idiomática, y la justicia, como derecho, parece suponer siempre la generalidad de una regla, de una norma o de un imperativo universal ¿Cómo conciliar el acto de justicia que se refiere siempre a una singularidad, a individuos, a grupos, a existencias irremplazables, al otro o a mí como el otro, en una situación única, con la regla, la norma, el valor o el imperativo de justicia que tienen necesariamente una forma general, incluso si esta generalidad prescribe una aplicación singular? Si me contentara con aplicar una regla justa sin espíritu de justicia y sin inventar cada vez, de alguna manera, la regla y el ejemplo, estaría quizás al amparo de la crítica, bajo la protección del derecho, actuaría conforme al derecho objetivo, pero no sería justo. Actuaría, diría Kant, conforme al deber, pero no por deber o por respeto a la ley. ¿Es posible decir que una acción no es sólo legal sino también justa, que una persona no sólo está en su derecho sino que también es de justicia que así sea, que algo es justo, que una decisión es justa? ¿Es posible decir: sé que soy justo? Querría mostrar que sólo se puede responder afirmativamente acudiendo al expediente de la buena conciencia o de la mistificación. Pero permítanme todavía otro rodeo.
Parece ser que dirigirse al otro en la lengua del otro es la condición de toda justicia posible, pero esto parece no sólo rigurosamente imposible (por cuanto sólo puedo hablar la lengua del otro en la medida en que me la apropio y asimilo según la ley de un tercero implícito) sino incluso excluido por la justicia como derecho en tanto que éste parece implicar un elemento de universalidad, esto es el recurso a un tercero que suspende la unilateralidad o la singularidad de los idiomas.
El hecho de dirigirme a alguien en inglés siempre constituye para mí una prueba. Imagino que también lo es para mí destinatario y para ustedes. Más que explicarles por qué, y perder el tiempo haciéndolo, comienzo in media res, con algunas observaciones que unen, en mi opinión, la gravedad angustiante de este problema de lengua a la cuestión de la justicia, de la posibilidad de la justicia.
Por un lado, y por razones fundamentales, nos parece justo «hacer justicia», como se dice en francés[xxxiii], en un idioma dado, en una lengua en la que todos los «sujetos» concernidos se consideran competentes, es decir, capaces de comprender e interpretar; todos los «sujetos»; es decir, los que establecen las leyes, los que juzgan y los que son juzgados, los testigos en sentido amplio y en sentido estricto, todos aquellos que son garantes del ejercicio de la justicia, o más bien del derecho.
Es injusto juzgar a alguien que no comprende sus derechos ni la lengua en la que la ley está inscrita o en la que la sentencia es pronunciada, etc. Podríamos multiplicar los ejemplos dramáticos de situaciones de violencia en las que se juzga en un idioma que la persona o el grupo de personas juzgadas no comprenden, a veces no muy bien y en ocasiones en absoluto. Y, por muy ligera o sutil que sea la diferencia de competencia en el dominio del idioma, la violencia de una injusticia comienza cuando todos los miembros de una comunidad no comparten completamente el mismo idioma. Como en todo rigor esta situación ideal no es posible, se puede extraer desde ahora alguna consecuencia sobre lo que el título de nuestra conferencia llama «la posibilidad de la justicia». La violencia de esta injusticia que consiste en juzgar a los que no comprenden el idioma en el que se pretende, como se dice en francés, que «se haga justicia»[xxxiv], no es una violencia cualquiera, no es una injusticia cualquiera. Esta injusticia supone que el otro, por así decir la víctima de la injusticia de la lengua, la que suponen todas las otras, sea capaz de una lengua en general, sea un hombre en tanto que animal hablante, y en el sentido que nosotros, los hombres, damos a la palabra lenguaje. Por otra parte, hubo un tiempo, que no es lejano ni ha llegado a su fin, en que «nosotros los hombres «quería decir» nosotros los europeos adultos varones blancos carnívoros y capaces de sacrificios».
En el espacio en el que sitúo estos comentarios o reconstituyo este discurso no se hablará de violencia o de injusticia hacia un animal, y menos aún hacia un vegetal o una piedra. Se puede hacer sufrir a un animal, pero no se dirá jamás, en sentido propio, que es un sujeto lesionado, víctima de un crimen, de un asesinato, de una violación o de un robo; y esto también es cierto a fortiori, se piensa, con respecto a lo que llamamos vegetal o mineral o especies intermedias, como por ejemplo la esponja. Ha habido y todavía hay en la especie humana «sujetos» no reconocidos como tales y que reciben tratamiento de animal (es toda la historia inacabada a la que me refería hace un momento). Lo que se llama confusamente animal, es decir el viviente en cuanto tal, sin más, no es un sujeto de la ley o del derecho. La oposición entre lo justo y lo injusto no tiene sentido con respecto a aquél. Ya se trate de procesos a animales (los ha habido) o de procedimientos contra los que infligen ciertos sufrimientos a los animales (ciertas legislaciones occidentales lo prevén y hablan no sólo de derechos del hombre sino del derecho de los animales, en general), pensamos que se trata o bien de arcaísmos o bien de fenómenos todavía marginales y raros, no constitutivos de nuestra cultura. En nuestra cultura, el sacrificio carnívoro es fundamental, dominante, regulado sobre la base de la más alta tecnología industrial, de la misma forma que la experimentación biológica sobre el animal, tan vital para nuestra modernidad. Como ya he tratado de mostrar en otro lugar[xxxv], el sacrificio carnívoro es esencial para la estructura de la subjetividad, es decir, también para el fundamento del sujeto intencional y, si no de la ley, sí al menos del derecho, quedando aquí la diferencia entre ley y derecho, justicia y derecho, justicia y ley, abierta sobre un abismo. No abordo de momento la afinidad existente entre el sacrificio carnívoro, que está en la base de nuestra cultura y de nuestro derecho, y todos los cambalismos, simbólicos o no, que estructuran la intersubjetividad en la lactancia, el amor, el duelo y en toda apropiación simbólica o lingüística.
Si queremos hablar de injusticia, de violencia o de falta de respeto hacia lo que todavía llamamos de manera confusa el animal -nunca esta cuestión había sido tan actual, (e incluyo en la misma, a título de la desconstrucción, todo un conjunto de cuestiones sobre el carno-falogocentrismo)-, hay que reconsiderar la totalidad de la axiomática metafísico-antropocéntrica que domina en Occidente el pensamiento de lo justo y de lo injusto.
Entrevemos ya, desde este primer paso, una primera consecuencia: desconstruir las particiones que instituyen el sujeto humano (preferente y paradigmáticamente el varón adulto más que la mujer, el niño o el animal) como medida de lo justo y lo injusto, no conduce necesariamente a la injusticia, ni a la supresión de una oposición entre lo justo y lo injusto, sino quizás, y en nombre de una exigencia más insaciable de justicia, a la reinterpretación de todo el aparato de límites dentro de los cuales una historia y una cultura han podido confinar su criteriología. En la hipótesis que de momento no hago más que sugerir superficialmente, lo que llamamos corrientemente desconstrucción no correspondería (con arreglo a una confusión que algunos tienen interés en propagar) a una abdicación prácticamente nihilista ante la cuestión ético-político-jurídica de la justicia, y ante la oposición de lo justo y de lo injusto, sino a un doble movimiento que yo esquematizaría de la siguiente manera:
1. El sentido de una responsabilidad sin límite, y por tanto necesariamente excesiva, incalculable, ante la memoria; de ahí la tarea de recordar la historia, el origen y el sentido y, por tanto, los límites de los conceptos de justicia, ley y derecho, de los valores, normas, prescripciones que se han impuesto y han sedimentado, quedando desde entonces más o menos legibles o presupuestos. En cuanto a lo que nos ha sido legado en más de una lengua bajo el nombre de justicia, la tarea de una memoria histórica e interpretativa está en el centro de la desconstrucción. No es sólo una tarea filológico-etimologica o una tarea de historiador, sino como responsabilidad ante una herencia que es al mismo tiempo la herencia de un imperativo o de un haz de mandatos. La desconstrucción está dada en prenda, está comprometida[xxxvi] con esta exigencia de justicia infinita que puede tomar el aspecto de esta «mística» de la que hablaba hace un momento. Hay que ser justo con la justicia, y la primera justicia que debe ser hecha a la justicia es la de escuchar, intentar comprender de dónde viene, qué es lo que quiere de nosotros, sabiendo que ella lo hace a través de idiomas singulares (Díke, Jus, justitia, justice, Gerechtigkeit, por limitarnos a idiomas europeos que sería también necesario delimitar a través o a partir de otros; volveremos a esto más tarde). Hay que saber también que esta justicia se dirige siempre a singularidades, a la singularidad del otro, a pesar o precisamente a causa de su pretensión de universalidad. En consecuencia, el hecho de no ceder nunca sobre este punto, de mantener siempre sin respiro un cuestionamiento sobre el origen, fundamento y límites de nuestro aparato conceptual, teórico o normativo en torno a la justicia, constituye desde el punto de vista de una desconstruccion rigurosa todo salvo una neutralización del interés por la justicia, todo salvo una insensibilidad hacia la justicia. Se trata, por el contrario, de una sobrepuja hiperbólica en la exigencia de justicia, una sensibilidad hacia una especie de desproporción esencial que debe inscribir el exceso y la inadecuación en ella. Esto lleva a denunciar no sólo límites teóricos sino también injusticias concretas, con los efectos más evidentes, de la buena conciencia que se detiene dogmáticamente ante una u otra determinación heredada de la justicia.
2. Esta responsabilidad ante la memoria es una responsabilidad ante el concepto mismo de responsabilidad que regula la justicia y lo ajustado de nuestros comportamientos, de nuestras decisiones teóricas, prácticas, ético-políticas. Este concepto de responsabilidad es inseparable de toda una red de conceptos conexos (propiedad, intencionalidad, voluntad, libertad, conciencia, conciencia de sí, sujeto, yo, persona, comunidad, decisión, etc.). Toda desconstrucción de esta red de conceptos en su estado dado o dominante podría parecer una irresponsabilización en el momento mismo en que, por el contrario, es a un incremento de responsabilidad a lo que la desconstrucción apela. Pero en el momento en que el crédito de un axioma es suspendido por la desconstrucción, en ese momento estructuralmente necesario, siempre se puede creer que no hay lugar para la justicia; ni para la justicia misma ni para el interés teórico que se dirige a los problemas de la justicia. Es éste un momento de suspensión, ese tiempo de la epokhé sin el cual no habría desconstrucción posible. No es un simple momento: su posibilidad debe permanecer estructuralmente presente en el ejercicio de toda responsabilidad en la medida en que esta última no se abandone a un sueño dogmático y no reniegue de ella misma. Por ello, ese momento se desborda a sí mismo. Y se hace todavía más angustiante. Pero ¿quién pretende ser justo ahorrándose la angustia? Ese momento de suspense angustiante abre también el intervalo o el espaciamiento en el que las transformaciones y hasta las revoluciones jurídico-políticas tienen lugar. Sólo puede estar motivado, sólo puede encontrar su movimiento y su impulso (un impulso que no puede ser suspendido) en la exigencia de un incremento o de un suplemento de justicia y, por tanto, en la experiencia de una inadecuación o de una incalculable desproporción. Ya que, en definitiva, ¿dónde podría encontrar la desconstrucción su fuerza, su movimiento o su motivación sino en esa apelación siempre insatisfecha, más allá de las determinaciones dadas y de lo que llamamos en determinados contextos la justicia, la posibilidad de la justicia?
De cualquier forma, esta desproporción todavía debe ser interpretada. Si decía antes que no conozco nada más justo que eso que llamo hoy desconstrucción (nada más justo, no más legal o más legítimo), sé que no dejaré de sorprender o indignar; y no sólo a los adversarios decididos de la llamada desconstrucción o de lo que imaginan bajo dicho nombre, sino también a los que pasan por ser sus partidarios o practicantes. Por tanto, no lo diré, al menos directamente y sin la precaución de algunos rodeos.
Como ustedes saben, en numerosos países, en el pasado y todavía hoy, una de las violencias fundamentales de la ley o de la imposición del derecho estatal fue la imposición de una lengua a las minorías nacionales o étnicas reagrupadas por el estado. Éste fue el caso en Francia, al menos en dos ocasiones, primero, cuando el decreto de Villers-Cotteret consolidó la unidad del Estado monárquico imponiendo el francés como lengua jurídico-administrativa y prohibiendo que el latín -lengua del derecho o de la Iglesia- permitiera a todos los habitantes del reino ser representados en una lengua común por su abogado intérprete y sin que les fuera impuesta esa lengua particular que era todavía el francés. Es cierto que el latín ya era portador de una violencia. El paso del latín al francés sólo marcó la transición de una violencia a otra. El segundo gran momento en la imposición fue la Revolución francesa, cuando la unificación lingüística adquirió los tintes pedagógicos más represivos, en todo caso los más autoritarios. No voy a comenzar la historia de estos ejemplos. Podríamos encontrarlos también en los Estados Unidos, ayer y hoy. El problema lingüístico es y será por mucho tiempo agudo, precisamente en este lugar en el que las cuestiones de la política, la educación y el derecho son inseparables.
Y ahora, sin rodeo alguno por la memoria histórica, vayamos todo derecho hacia el enunciado formal, abstracto, de algunas aporías, aquellas en las cuales encuentra la desconstrucción su lugar, o mejor dicho su inestabilidad privilegiada, entre el derecho y la justicia. En general, la desconstrucción se practica con arreglo a dos estilos injertados uno en el otro por aquélla. Uno tiene el aire demostrativo y aparentemente no-histórico de las paradojas lógico-formales. El otro, más histórico o anamnésico, parece proceder mediante lecturas de textos, interpretaciones minuciosas y genealogías. Permítanme entregarme sucesivamente a ambos ejercicios.
Primero enuncio secamente, directamente, abordo[xxxvii], las aporías siguientes. En realidad se trata de un solo potencial aporético que se distribuye hasta el infinito. No tomaré más que algunos ejemplos que supondrán -aquí-, explicitarán o producirán -allá-, una distinción entre la justicia y el derecho, una distinción difícil e inestable entre de un lado la justicia (infinita, incalculable, rebelde a la regla, extraña a la simetría, heterogénea y heterótropa), y de otro, el ejercicio de la justicia como derecho, legitimidad o legalidad, dispositivo estabilizante, estatutorio y calculable, sistema de prescripciones reguladas y codificadas. Estaría hasta cierto punto tentado por la idea de aproximar el concepto de justicia, que tiendo aquí a distinguir del derecho, de Levinas. Lo haría justamente a causa de esta infinidad, así como a causa de la relación heterónoma con el otro, con el otro rostro del otro que me ordena, del otro cuya infinidad no puedo tematizar y de quien soy rehén. En Totalité et Infini[xxxviii], Levinas escribe: «[ ...] la relación con otro, es decir, la justicia», justicia que define en otra parte como «derechura de la acogida hecha al rostro»[xxxix]. La derechura no se reduce por supuesto al derecho o a lo recto, ni a las «señas» o «domicilio»[xl] ni a la «dirección» de la que hablábamos hace un momento, aun cuando no se pueda decir que no exista una relación entre ambas, la relación común que guardan con una cierta rectitud.
Levinas habla de un derecho infinito: en eso que él denomina el «humanismo judío» cuya base no es «el concepto de hombre» sino el «otro»; «la extensión del derecho del otro» es la de «un derecho prácticamente infinito»[xli]. La equidad, aquí, no es la igualdad, la proporcionalidad calculada, la distribución equitable o la justicia distributiva, sino la disimetría absoluta. Y la noción levinasiana de la justicia se acercaría más bien al equivalente hebreo de lo que nosotros traduciríamos quizás como santidad. Pero dado que yo plantearía otras cuestiones sobre este discurso difícil de Levinas, no puedo contentarme con tomar en préstamo un trazo conceptual sin correr el riesgo de la confusión o de la analogía. Por tanto, no me aventuraré en esa dirección.
Todo sería todavía simple si esta distinción entre justicia y derecho fuera una verdadera distinción, una oposición cuyo funcionamiento esté lógicamente regulado y sea dominable. Pero sucede que el derecho pretende ejercerse en nombre de la justicia y que la justicia exige instalarse en un derecho que exige ser puesto en práctica[xlii] (constituido y aplicado) por la fuerza («enforced»). La desconstruccion se encuentra y se desplaza siempre entre el uno y la otra.
He aquí algunos ejemplos de aporías.
 
1. Primera aporía: la epokhé de la regla
 
Nuestro axioma más común es que para ser justo -o injusto, para ejercer la justicia, o para violarla-, debo ser libre y responsable de mi acción, de mi comportamiento, de mi pensamiento, de mi decisión. De un ser que carece de libertad, o al menos que no es libre en uno u otro acto, no puede decirse que su decisión sea justa o injusta. Pero esta libertad o esta decisión del justo debe, para ser tal, para ser reconocida como tal, seguir una ley, una prescripción o una regla. En este sentido, en su autonomía misma, en su libertad de seguir o de darse una ley, dicha decisión o dicha libertad debe poder ser del orden de lo calculable o de lo programable, por ejemplo como acto de equidad. Pero si el acto consiste simplemente en aplicar una regla, en desarrollar un programa o en efectuar un cálculo, se dirá quizás que la decisión es legal, conforme al derecho, y tal vez, empleando una metáfora, justa, pero nos equivocaremos al decir que la decisión ha sido justa.
Para ser justa, la decisión de un juez por ejemplo, no debe sólo seguir una regla de derecho o una ley general, sino que debe asumirla, aprobarla, confirmar su valor, por un acto de interpretación reinstaurador, como si la ley no existiera con anterioridad, como si el juez la inventara él mismo en cada caso. Cada ejercicio de la justicia como derecho sólo puede ser justo si se trata -si se me permite traducir así la expresión inglesa «fresh judgement» que tomo prestada del artículo de Stanley Fish, «Force» en Doing What Comes Naturally- de una «sentencia de nuevo fresca»[xliii]. El nuevo frescor, la inicialidad de esta sentencia inaugural puede perfectamente repetir alguna cosa, mejor dicho, debe conformarse a una ley preexistente, pero la interpretación reinstauradora, re-inventiva y libremente decisoria del juez responsable requiere que su «justicia» no consista solamente en la conformidad, en la actividad conservadora y reproductora de la sentencia. Dicho brevemente: para que una decisión sea justa y responsable es necesario que en su momento propio, si es que existe, sea a la vez regulada y sin regla, conservadora de la ley y lo suficientemente destructiva o suspensiva de la ley como para deber reinventarla, re-justificarla en cada caso, al menos en la reafirmación y en la confirmación nueva y libre de su principio. Cada caso es otro, cada decisión es diferente y requiere una interpretación absolutamente única que ninguna regla existente y codificada podría ni debería garantizar absolutamente. Si hubiera una regla que la garantizase de una manera segura, entonces el juez sería una máquina de calcular, lo que a veces sucede, lo que sucede siempre en parte y según un parasitaje irreductible debido a la mecánica o a la técnica que introduce la iterabilidad necesaria de las sentencias; pero en esta medida, no se dirá de un juez que es puramente justo, libre y responsable. Aunque tampoco se dirá de él que es justo, libre y responsable, si el juez no se refiere a ningún derecho, a ninguna regla o si debido a que no considera ninguna regla como una regla dada más allá de su interpretación- el juez suspende su decisión, se detiene en lo indecidible o incluso improvisa fuera de toda regla y de todo principio. De esta paradoja se sigue que en ningún momento se puede decir presentemente que una decisión es justa, puramente justa (es decir, libre y responsable), ni de alguien que es justo ni menos aún que «yo soy justo». En lugar de «justo», se puede decir legal o legítimo, en conformidad con un derecho, con reglas y convenciones que autorizan un cálculo pero cuyo origen fundante no hace más que alejar el problema de la justicia; porque en el fundamento o en la institución de este derecho se habrá planteado el problema mismo de la justicia, y habrá sido puesto, violentamente resuelto, es decir, enterrado, disimulado, rechazado. El mejor paradigma lo constituye la fundación de los EstadosNación o el acto instituyente de una constitución que instaura lo que se llama Estado de derecho[xliv].
 
2. Segunda aporía: la obsesión[xlv] de lo indecidible
 
Ninguna justicia se ejerce, ninguna justicia se hace, ninguna justicia es efectiva ni se determina en la forma del derecho, sin una decisión que dirima. Esta decisión no consiste solamente en su forma final -por ejemplo, una sanción penal, equitativa o no- en el orden de la justicia proporcional o distributiva. La decisión comienza -debería comenzar, en principio y en derecho- con la iniciativa de entrar en conocimiento, leer, comprender, interpretar la regla, e incluso calcular. Puesto que si el cálculo es cálculo, la decisión de calcular no es del orden de lo calculable y no debe serlo.
Se asocia frecuentemente lo indecidible a la desconstrucción. Pero lo indecidible no es sólo la oscilación entre dos significaciones o reglas contradictorias y muy determinadas aunque igualmente imperativas (por ejemplo, aquí, el respeto del derecho universal y de la equidad y al mismo tiempo el respeto de la singularidad siempre heterogénea y única del ejemplo no subsumible). Lo indecidible no es sólo la oscilación o la tensión entre dos decisiones. Indecidible es la experiencia de lo que siendo extranjero, heterogéneo con respecto al orden de lo calculable y de la regla, debe sin embargo -es de un deber de lo que hay que hablar- entregarse a la decisión imposible, teniendo en cuenta el derecho y la regla. Una decisión que no pasara la prueba de lo indecidible no sería una decisión libre; sólo sería la aplicación programable o el desarrollo continuo de un proceso calculable. Sería quizás legal, no justa. Pero en el momento de suspensión de lo indecidible, tampoco es justa, puesto que sólo una decisión es justa. Para sostener este enunciado, «sólo una decisión es justa», no es necesario referir la decisión a la estructura de un sujeto o a la forma proposicional de un juicio. En cierto modo, se podría incluso decir, con riesgo de escándalo, que un sujeto no puede nunca decidir nada: un sujeto es precisamente aquello a lo que[xlvi] una decisión sólo puede llegar como accidente periférico que no afecta ni a la identidad esencial ni a la presencia a sí sustancial que hacen del sujeto un sujeto; todo esto asumiendo que la elección de la palabra «sujeto» no sea arbitraria, al menos, y se confíe en lo que en efecto siempre se exige, en nuestra cultura, de un «sujeto».
Una vez pasada la prueba de lo indecidible (si esto es posible, pero esta posibilidad no es pura, no es nunca una posibilidad como cualquier otra: la memoria de la indecidibilidad debe guardar una huella viviente que marque para siempre una decisión como tal), la decisión ha seguido de nuevo una regla, una regla dada, inventada o reinventada, reafirmada: ya no es presentemente justa, plenamente justa. En ningún momento parece que una decisión pueda decirse presente y plenamente justa: o bien no ha sido todavía adoptada según una regla, y entonces nada permite decir que es justa; o bien ha seguido una regla -dada, recibida, confirmada, conservada o re-inventada- que a su vez nada garantiza; y por otra parte, si estuviera garantizada, la decisión se habría convertido en cálculo y no podría decirse que es justa. Por ello, la prueba de lo indecidible, que acabo de decir que debe ser atravesada por toda decisión digna de ese nombre, no se pasa o se deja atrás nunca, no es un momento sobrepasado o superado (aufgehoben) en la decisión. En toda decisión, en todo acontecimiento de decisión[xlvii], lo indecidible queda prendido, alojado, al menos como un fantasma, aunque se trate de un fantasma esencial. Su fantasmaticidad desconstruye desde el interior toda seguridad de presencia, toda certeza o toda pretendida criteriología que nos asegure la justicia de una decisión, el acontecimiento mismo de una decisión. ¿Quién podrá jamás asegurar que una decisión como tal ha tenido lugar?, ¿que una decisión no ha seguido -según este u otro rodeo- una causa, un cálculo, una regla sin que se haya producido ese suspense imperceptible que decide libremente sobre la aplicación o no una regla?
Una axiomática subjetal de la responsabilidad, de la conciencia, de la intencionalidad, de la propiedad ordena el discurso jurídico actual y dominante; ordena asimismo la categoría de decisión hasta cuando recurre a los peritajes médicos; ahora bien, esta axiomática es de una fragilidad y de una grosería teórica sobre las que no necesito insistir. Los efectos de esta limitación no afectan sólo a todo decisionismo (ingenuo o elaborado), sino que son lo suficientemente concretos y generalizados como para que tenga que dar ejemplos. El dogmatismo oscuro que marca los discursos sobre la responsabilidad de un detenido, su estado mental, el carácter pasional, premeditado o no, de un crimen, las declaraciones increíbles de los testigos o de los «expertos» serían suficientes para atestar, en verdad para probar, que ningún rigor crítico o criteriológico, ningún saber es accesible en relación con este tema.
Esta segunda aporía -esta segunda forma de la misma aporía- lo confirma: si hay desconstrucción de toda presunción -con una certeza determinante- de una justicia presente, la misma desconstrucción opera desde una «idea de la justicia» infinita, infinita porque irreductible, irreductible porque debida al otro; debida al otro, antes de todo contrato, porque ha venido, es la llegada del otro como singularidad siempre otra. Invencible a todo escepticismo, como se podría decir con Pascal, esta «idea de la justicia» me parece irreductible en su carácter afirmativo, en su exigencia de donación sin intercambio, sin circulación, sin reconocimiento, sin círculo económico, sin cálculo y sin regla, sin razón o sin racionalidad teórica en el sentido de dominación reguladora. Se puede reconocer y apreciar aquí una locura. Y quizás una especie de mística. Y la desconstrucción está loca por esa justicia. Loca por ese deseo de justicia. Esa justicia, que no es el derecho, es el movimiento mismo de la desconstrucción presente en el derecho y en la historia del derecho, en la historia política y en la historia misma, incluso antes de presentarse como el discurso titulado -en la academia o en la cultura de nuestro tiempo- el «desconstruccionismo».
Dudaría en asimilar demasiado rápidamente esta «idea de la justicia» a una idea reguladora en sentido kantiano, a un contenido cualquiera de una promesa mesiánica (digo contenido y no forma, ya que la forma mesiánica, la mesianicidad nunca está ausente de una promesa, cualquiera que sea ésta) o a otros horizontes del mismo tipo. Hablo solamente de un tipo, de ese tipo de horizonte cuyas especies serían numerosas y concurrentes. Concurrentes, es decir, bastante parecidas y pretendiendo tener siempre el privilegio absoluto y la singularidad irreductible. La singularidad del lugar histórico -que es quizás el nuestro, y que es en todo caso el lugar al que me refiero oscuramente aquí- nos permite entrever el tipo mismo como origen, condición, posibilidad o promesa de todas sus ejemplificaciones (mesianismo o figuras mesiánicas determinadas de tipo judío, cristiano o islámico, idea en sentido kantiano, escato-teleología de tipo neohegeliano, marxista o postmarxista, etc.). También nos permite percibir y concebir una ley de la concurrencia irreductible, pero desde un borde desde el que nos amenaza el vértigo cuando sólo vemos ejemplos y cuando algunos de entre nosotros ya no se sienten comprometidos en la concurrencia: otra manera de decir que a partir de ese momento siempre corremos el riesgo de «quedarse al margen»[xlviii]. Pero «quedarse al margen» en el interior de la pista de carreras no permite quedarse en la salida o ser simplemente espectador, antes bien al contrario. Es esto quizás lo que nos mantiene en movimiento[xlix], con más fuerza, más rápido: la desconstrucción por ejemplo.
 
3. Tercera aporía: la urgencia que obstruye el horizonte del saber
 
Una de las razones por las que guardo aquí una reserva con respecto a todos los horizontes, por ejemplo con respecto a la idea reguladora kantiana o a la venida mesiánica, al menos en su interpretación convencional, es el hecho de que son precisamente horizontes. Como indica su nombre en griego, un horizonte es a la vez la apertura y el límite de la apertura que define un progreso infinito o una espera.
Ahora bien, la justicia, por muy no-presentable[l] que sea, no espera. Para ser directo, simple y breve, diré lo siguiente: una decisión justa es necesaria siempre inmediatamente, enseguida, lo más rápido posible. La decisión no puede procurarse una información infinita y un saber sin límite acerca de las condiciones, las reglas o los imperativos hipotéticos que podrían justificarla. E incluso si se dispusiera de todo esto, incluso de todo el tiempo y los saberes necesarios al respecto, el momento de la decisión, en cuanto tal, lo que debe ser justo, debe ser siempre un momento finito, de urgencia y precipitación; no debe ser la consecuencia o el efecto de ese saber teórico o histórico, de esa reflexión o deliberación, dado que la decisión marca siempre la interrupción de la deliberación jurídico-, ético- o político-cognitiva que la precede y que debe precederla. El instante de la decisión es una locura, dice Kierkegaard. Es cierto, en particular con respecto al momento de la decisión justa que debe desgarrar el tiempo y desafiar las dialécticas. Es una locura. Una locura, ya que tal decisión es a la vez sobreactiva y padecida, encierra algo de pasivo, por no decir de inconsciente, como si el que decide fuera libre sólo si se dejara afectar por su propia decisión y como si ésta le viniera de otro. Las consecuencias de una heteronomía como ésta parecen tremendas pero sería injusto eludir su necesidad. Incluso si el tiempo y la prudencia, la paciencia del saber y el dominio de las condiciones fueran hipotéticamente ilimitados, la decisión sería estructuralmente finita, por muy tarde que llegara, decisión de urgencia y precipitación que actúa en la noche de un no-saber y de una no-regla. No en la ausencia de regla y de saber sino en una restitución de la regla que, por definición, no viene precedida de ningún saber y de ninguna garantía en cuanto tal. Si aceptásemos una distinción general y definitiva entre el realizativo y el constatativo -problema que no puedo tratar aquí-, la irreductibilidad de la urgencia precipitativa (la irreductibilidad esencial de la irreflexión y de la inconsciencia), por muy inteligente que fuera, debería ser puesta del lado de la estructura realizativa de los «actos de habla» y en general de los actos en tanto que actos de justicia o de derecho, ya sean realizativos instituyentes o realizativos derivados que implican convenciones anteriores. Un constatativo puede ser justo en el sentido de lo ajustado, pero nunca en el sentido de la justicia. Pero como un realizativo sólo puede ser justo -en el sentido de la justicia- cuando está fundado en convenciones, es decir, fundado en otros realizativos anteriores, enterrados o no, dicho realizativo conserva siempre en él cierta violencia irruptiva. No responde ya a las exigencias de la racionalidad teórica. Y nunca lo ha hecho, no ha podido hacerlo nunca, y de ello tenemos una certeza a priori y estructural. Al reposar todo enunciado constatativo sobre una estructura realizativa al menos implícita («te digo que yo te hablo, me dirijo a ti para decirte que esto es verdad, que es así, te prometo y te renuevo mi promesa de hacer una frase y de firmar lo que digo cuando yo digo que te digo o que intento decirte la verdad», etc.), la dimensión de lo ajustado o de verdad de los enunciados teórico-constatativos (en todos los dominios, en particular en el dominio de la teoría del derecho) presupone siempre, por tanto, la dimensión de justicia de los enunciados realizativos, es decir, su precipitación esencial. Dicha precipitación nunca tiene lugar sin una cierta disimetría y una cierta forma de violencia. Es así como me atrevería a entender la proposición de Levinas que -utilizando otro lenguaje, y según procedimientos discursivos diferentes- declara que «la verdad supone la justicia»[li]. Parodiando peligrosamente la lengua francesa, concluiría diciendo: «La Justice, il n’y a que ça de vrai»[lii]. Es inútil subrayar que esto no deja de tener consecuencias para el estatuto -si todavía podemos hablar de estatuto- de la verdad, de esta verdad de la que San Agustín dice que hay que «hacerla».
Paradójicamente, y a causa de este desbordamiento del realizativo, a causa de este avance siempre excesivo de la interpretación, a causa de esta urgencia y de esta precipitación estructurales de la justicia, ésta no tiene horizonte de espera (regulador o mesiánico). Pero, precisamente por eso, quizás[liii] tiene justamente un porvenir, un por-venir que habrá que distinguir rigurosamente del futuro. Este último pierde la apertura, la venida del otro (que viene) sin la cual no hay justicia; y el futuro puede siempre reproducir el presente, anunciarse o presentarse como un presente futuro en la forma modificada del presente. La justicia está por venir, tiene que venir, es por-venir, despliega la dimensión misma de acontecimientos[liv] que están irreductiblemente por venir. Lo tendrá siempre -este por-venir- y lo habrá tenido siempre. Quizás es por eso por lo que la justicia, en tanto que no es sólo un concepto jurídico o político, abre al porvenir la transformación, el cambio o la refundación del derecho y de la política. «Quizás», hay que decir siempre quizás para la justicia. Hay un porvenir para la justicia, y sólo hay justicia en la medida en que un acontecimiento (que como tal excede el cálculo, las reglas, los programas, las anticipaciones, etc.) es posible.
La justicia, en tanto que experiencia de la alteridad absoluta, es no-presentable[lv], pero es la ocasión del acontecimiento y la condición de la historia. Una historia sin duda ignorable para aquellos que creen saber de lo que hablan cuando emplean esta palabra, ya se trate de historia social, ideológica, política, jurídica, etc.
Este exceso de la justicia sobre el derecho y sobre el cálculo, este desbordamiento de lo no-presentable sobre lo determinable, no puede y no debe servir de coartada para no participar en las luchas jurídicopolíticas que tienen lugar en una institución o en un Estado, entre instituciones o entre Estados. Abandonada a ella misma, la idea incalculable y donadora de justicia está siempre lo más cerca del mal, por no decir de lo peor puesto que siempre puede ser reapropiada por el cálculo más perverso. Siempre es posible y esto forma parte de la locura de la que hablábamos. Una garantía absoluta contra este riesgo sólo puede saturar o suturar la apertura de la apelación a la justicia, una apelación siempre herida. Pero la justicia incalculable ordena calcular. Y, en primer lugar, calcular en lo más cercano de lo que se asocia a la justica, a saber, el derecho, el campo jurídico que no puede ser aislado dentro de fronteras seguras, pero también en todos aquellos campos de los que no podemos separar al derecho, que intervienen en él y que no son sólo campos: lo ético, lo político, lo económico, lo psicosociológico, lo filosófico, lo literario, etc. No sólo hay que calcular, negociar la relación entre lo calculable y lo incalculable, negociar sin reglas que no haya que reinventar precisamente ahí donde estamos «arrojados», ahí donde nos encontramos; sino que también hay que ir tan lejos como sea posible, más allá del lugar donde nos encontramos y más allá de las zonas identificables de la moral, de la política o del derecho, más allá de la distinción entre lo nacional y lo internacional, lo público y lo privado, etc. El orden de ese hay que no pertenece propiamente ni a la justicia ni al derecho. No pertenece a uno de los dos espacios más que desbordándolo hacia el otro. Lo que significa que estos dos órdenes son indisociables en su heterogeneidad misma: de hecho y de derecho. La politización, por ejemplo, es interminable, incluso si nunca puede ni debe ser total. Para que esto no sea una perogrullada o una trivialidad, es necesario reconocer la siguiente consecuencia: cada avance de la politización obliga a reconsiderar, es decir, a reinterpretar los fundamentos mismos del derecho tal y como habían sido calculados o delimitados previamente. Esto fue cierto en la Declaración de los Derechos del Hombre, en la abolición de la esclavitud, en todas las luchas emancipatorias que están y deberán estar en curso, en todo el mundo, para los hombres y para las mujeres. Nada me parece menos periclitado que el ideal emancipatorio clásico. No se puede intentar descalificarlo hoy, de manera grosera o sofisticada, sin al menos pecar de cierta ligereza además de convocar las peores complicidades. También es cierto que es necesario, sin que haya que renunciar a él sino al contrario, reelaborar el concepto de emancipación, de manumisión, o de liberación, teniendo en cuenta las extrañas estructuras que estamos describiendo en este momento. Pero más allá de estos territorios identificados de la jurídico-politización a gran escala geopolítica, más allá de todos los secuestros y requisiciones interesados, más allá de todas las reapropiaciones determinadas y particulares del derecho internacional, otras zonas tienen que abrirse constantemente, zonas que en un primer momento pueden parecer secundarias o marginales. Esta marginalidad significa que una violencia, por no decir un terrorismo y otras formas de toma de rehenes están presentes. Los ejemplos más próximos habría que buscarlos del lado de las leyes sobre la enseñanza y la práctica de las lenguas, la legitimación de los cánones, la utilización militar de la investigación científica, el aborto, la eutanasia, los problemas del trasplante de órganos, del nacimiento extrauterino, la bioingeniería, la experimentación médica, el «tratamiento social» del sida, las macropolíticas o micropolíticas de la droga, de los «sin techo», etc., sin olvidar por supuesto el tratamiento de lo que se llama vida animal, la enorme cuestión de la animalidad. Sobre este último problema, el texto de Benjamin que abordo a continuación muestra que su autor no hizo oídos sordos ni fue insensible a esta cuestión, incluso si sus propuestas al respecto siguen siendo oscuras o tradicionales.
 
 

* En Deconstruction and the Possibility of Justice, traducción de Mary Quaintance, Cardozo Law Review, New York, volumen 11, nos 5-6, julio-agosto de 1990, posteriormente en Deconstruction and the Possibility of Justice, D. Cornell, M. Rosenfeld, D.C. Carlson editores, Routledge, Nueva York,/ Londres, 1992, finalmente bajo forma de libro, Gesetzeskraft. Der «mystische Grund der Autorität», traducción de Alexander García Düttman, Suhrkamp, Francfort, 1991.
[i] Traducción de Adolfo Barberá. Las notas entre corchetes han sido añadidas por el traductor.
[ii] [En cursiva en el original. Ver la nota 4.]
[iii] La conferencia fue inicialmente pronunciada en inglés. Esta primera frase fue pronunciada primero en francés y luego en inglés.
[iv] [«Addresser» en el original. «Adresser un probléme», en francés, es una traducción literal del inglés «To address a problem», «abordar un problema».]
[v] [En inglés en el original.]
[vi] Esta exterioridad distingue el derecho de la moral pero es insuficiente para fundarlo o justificarlo. «Sin duda, este derecho se fundamenta en la conciencia de la obligación de cada uno según la ley; pero, para determinar al arbitrio conforme a ella, ni le es lícito ni puede, si es que debe ser puro, recurrir a esta conciencia como móvil, sino que se apoya por tanto en el principio de la posibilidad de una coacción exterior, que puede coexistir con la libertad de cada uno según leyes universales» (La Metafísica de las Costumbres, trad. esp. Adela Cortina y Jesús Conill, Tecnos, Madrid, 1989, p. 41) Sobre este punto, me permito remitir a Du droit á la philosophie, Galilée, París, 1990, pp. 77 y ss.
[vii] Cf. «L’oreille de Heidegger», en Politiques de l’amitié, Galilée, París, 1994. (Trad. esp. en prensa, en la editorial Trotta, Madrid.)
[viii] [Se ha optado, siguiendo en esto a José Martín Arancibia (trad. esp. de La diseminación, Fundamentos, Madrid, 1975; cf. la justificación, en el mismo sentido, de Manuel Garrido, en su Introducción a G. Bennington y J. Derrida, Jacques Derrida, trad. de M. L. Rodríguez Tapia, Cátedra, Madrid, 1994) por traducir différance por «diferenzia»: ésta repite el juego, en todos los sentidos, de la falta de ortografía de la palabra o pseudopalabra francesa, y la inaudibilidad de su diferencia respecto de «diferencia». Si bien, es cierto, no remite como tal, como sí lo hace différance, a la ambivalencia, que ocurre ya en el differre latino, entre la diferenciación de lo distinto y el diferirse en el tiempo. Una explicación, más que una traducción, de este término ciertamente idiomático de Jacques Derrida, sería: «lo que difiere», o «el diferirse», o si se pudiese tolerar alguna agramaticalidad, «difier-encia». Cf. en cualquier caso, la conferencia «La Différance», en Marges de la Philosophie, Minuit, París, 1971), (Márgenes de la Filosofía, trad. esp. Carmen González Marín, Cátedra, Madrid, 1989).]
[ix] [«Adressé».]
[x] Sobre el motivo de lo oblicuo, me permito remitir a Du droit à la philosophie, Galilée, París, 1990, en particular pp. 71 ss., y a Passions, «L’offrande oblique», Galilée, París, 1993.
[xi] [«Justice, force.-Il est juste que ce qui est juste soit suivi, il est nécessaire que ce qui est le plus fort soit suivi.» Pensées, edición Brunschvicg, § 298, p. 470.]
[xii] [«La justice sans la force est impuissante; la force sans la justice est tyrannique; la justice sans force est contredite, parcequ'il y a toujours des méchants; la force sans la justice est accusée. Il faut donc mettre ensemble la justice et la force; et pour cela faire que ce qui est juste soit fort, ou que ce qui est fort soit juste.»]
[xiii] [«Et ainsi ne pouvant faire que ce qui est juste fût fort, on a fait que ce qui est fort fût juste.»]
[xiv] [«[ ...] l’un dit que l’essence de la justice est l’autorité du législateur, l’autre la commodité du souverain, l’autre la coutume présente; et c’est le plus sur: rien, suivant la seule raison, n’est juste de soi; tout branle avec le temps. La coutume fait toute l’équité, par cette seule raison qu’elle est reçue; c’est le fondement mystique de son autorité. Qui la ramène à son principe, l’anéanti.» Op. cit., 294, p. 467. La cursiva es del autor.]
[xv] [«Or les loix, se maintiennent en crédit, non parce qu’elles sont justes, mais parce quélles sont loix. C’est le fondement mystique de leur authorité, elles n’en ont poinct d’autre. Quinconque leur obeyt parce qu’elles sont justes, ne leur obeyt pas justement par où il doibt». Montaigne, Essais, III, cap.XIII, «De l’expérience», Bibliothèque de la Pléiade, p. 1203. (Cf. la trad. esp. de Dolores Picazo y Almudena Montojo, Ensayos, III, p. 346, Cátedra, Madrid, 1987.)]
[xvi] [«... nostre droict mesme a, dict-on, des fictions légitimes sur lesquelles il fonde la verité de sa justice.» Op. cit.. II, cap. XII, p. 601.]
[xvii] [«les femmes employent des dents d’yvoire où les leurs naturelles leur manquent, et, au lieu de leur vray teint, en forgent un de quelque matiere estrangere... s’embellissent d’une beauté fauce et emprunté: ainsi faict la science (et nostre droict mesme, a dict-on, des fictions légitimes sur lesquelles il fonde la verité de sa justice).» Op. cit. nota anterior.]
[xviii] [«Il y a sans doute des lois naturelles; mais cette belle raison corrompue, a tout corrompu.» Pensées, IV, 294, p. 466.]
[xix] [«Notre justice [s’anéanti] devant la justice divine.» Op. cit., 233, p. 435.]
[xx] [Adoptamos la traducción de Genaro R. Carrió y Eduardo A. Rabossi. Cf. J. L. Austin, Cómo hacer cosas con palabras, Paidós, Barcelona, 1982, en particular el «Glosario» de tas pp. 216-217. Los dos tipos de «acto de habla» (speech act) que distingue Austin son el «realizativo» (performative) y el «constatativo» (constative).]
[xxi] [«performativité».]
[xxii] [Vid. nota 19.]
[xxiii] Stanley Fish, Doing What Comes Naturally, Change and the Rhetoric of Theory in Literary and Legal Studies, Duke University Press, Durham/Londres, 1989.
[xxiv] University of Minnesota Press, Minneapolis, 1987.
[xxv] [«à “addresser” en anglais un problème»]
[xxvi] [«Addresse».]
[xxvii] [«Direction».]
[xxviii] [«adresser».]
[xxix] [«adresser».]
[xxx] [«L’adresse» en francés es, en primer lugar, la dirección para un envío postal.]
[xxxi] [«de l’adresse»]
[xxxii] [«Il ne faut pas manquer d’adresse, dirais-je en français...».]
[xxxiii] [«... “rendre justice” comme on dit en français...».]
[xxxiv] [«... comme on dit en français, “que justice est faite”».]
[xxxv] Sobre la animalidad, cf. De l’esprit, Heidegger et la question, Galilée, París, 1987. (Hay trad. esp. de Manuel Arranz, Del espíritu, Pre-textos, Valencia. 1989.) En cuanto al sacrificio y a la cultura carnívora, «Il faut bien manger -ou le calcul du sujet», en Points de suspension, Galilée, París, 1992.
[xxxvi] [«gagée, engagée».]
[xxxvii] [«j’adresse».]
[xxxviii] Emmanuel Lévinas, Totalité et Infini, «Verité et justice», Nijhof, Dordrecht, 1962, p. 62. (Trad. esp. Daniel Guillot, Totalidad e Infinito, Salamanca, Sígueme, 1977.)
[xxxix] Op. cit., p. 54.
[xl] [«adresse».]
[xli] Emmanuel Lévinas, «Un droit infini», en Du Sacré au Saint. Cinq nouvelles lectures talmudiques, Minuit, París, 1977, pp. 17-18.
[xlii] [«mis en oeuvre»]
[xliii] [«jugement à nouveau frais». La traducción de Derrida es deliberadamente libre.]
[xliv] [«ce qu’on appelle en français l’état de droit.»]
[xlv] [Hemos decidido traducir el original «hantise» por «obsesión» a sabiendas de lo mucho que iba a quedarse por el camino. En efecto, «hantise» es una especie de ocupación de un lugar por parte de un pensamiento obsesivo, pero sobre todo por un espíritu o un fantasma. Una «maison hantée» es una casa «habitada» por espíritus. Otra posibilidad, con otros matices, útiles en otro contexto, es «asedio». Así, los traductores Cristina de Peretti y José Miguel Alarcón de Espectros de Marx, Trotta, Madrid, 1995, cf. nota en p. 17.]
[xlvi] [«ce à quoi».]
[xlvii] [«événement de décision».]
[xlviii] [«comme on dit en français “dans la course”», literalmente «en la carrera»]
[xlix] [«comme on dit aussi en français, celà même qui “fait courir”».]
[l] [«imprésentable».]
[li] Emmanuel Levinas, «Vérité et justice», en Totalité et Infini, op. cit., p. 62.
[lii] [«Sólo la justicia es verdadera».]
[liii] [En cursiva en el original. Nótese que el término francés es «peut-être», literalmente «puede-ser»]
[liv] [«événements». Nótese el parentesco entre las expresiones francesas «avenir» («porvenir»), «á-venir» («por-venir»), «venue» («venida»), «événement» («acontecimiento, evento»).]
[lv] [«imprésentable».]